miércoles, 26 de marzo de 2008
Lost and unknown
Viene a ser éste un poso de recuerdos de mi efímero paso por el Sahara, cuando en 1973 a uno lo pusieron de soldado a vigilar la arena y el azul eterno del cielo, no fuera que se juntaran...
LOST AND UNKNOWN
Mientras retozábamos acompasadamente sobre la arena de la duna más brillante, los problemas huían uno tras otro fuera de aquella densa bruma de placer.
Podía ver cómo la luna bañaba en plata el cuerpo noble del camello que masticaba el aire con aspecto circunspecto y algo aburrido, asistiendo estoicamente a nuestros escarceos amorosos.
Amïd me había dicho que la noche se ensancharía entre los dos infinitos en cuanto yo me lo propusiese; que con sólo acariciarle los abundantes senos, el giro del tiempo se invertiría una y mil veces entre el resonar majestuoso del viejo pandero del Venerable Profeta.
Cambié de postura y entre una maraña de suspiros y besos incontrolados, resonó en mis oídos el latir del mundo bajando desde su cenit; y la noche hirió mis ojos con oscuros resplandores.
Mi cuerpo vibró como la milloneava cuerda del arpa que hizo danzar a los dioses en el Principio del Comienzo, y vi el número impensable de estrellas que tachonaban el negro firmamento, y la infinitud del número siete, y el mar por dentro y por fuera, y mi cara desde mil ángulos distintos, y uno a uno los granos de arena que nos sostenían, y vi reyes vestidos de pieles, reyes cubiertos de oro y púrpura, y reyes clavados en cruces ignominiosas abrazando al mundo, y mil guerras jamás acabadas, y el resoplido informe de cuatro milenios cubiertos de polvo, hierro, fuego, lágrimas, dolor y muerte….Y el paso de un millón de soles sobre mi cabeza.
Noté cómo todas mis energías y yo disuelto en ellas, se abocaban en un inmenso cuenco en donde todavía aullaba el trueno lejano del Gran Pandero coronado de rayos, que desbordándose por los colosales bordes del universo me ataban los pies produciéndome dolores intensísimos y horribles en cada nueva convulsión.
El sol se desperezaba voluptuosamente entre los pechos de arena del desierto y una fina lluvia de fuego empezó a caer lentamente desde el azul sobre nuestros cuerpos desnudos.
Amïd nos contemplaba regocijado desde la cúpula de la duna más cercana. La tercera guardia estaba al caer y ya el siroco peinaba el mar amarillo allanado crestas y rellenando valles. Nos despedimos casi sin mirarnos, con la timidez del que descubre lo que desde siempre había estado oculto y ahora, por fin, desvelado.
No volví a verla nunca más. Tampoco dejó nombre ni palabra. Pero el mundo y yo ya no fuimos los mismos. Amïd me sonrió y caminando delante de mí me marcó el camino a casa.
Ni que decir tiene que el camello, único espectador de tan sublime noche, ni se inmutó.
(By courtesy of Shlevs, Prince of the Kingdom of the Endless Sands)
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