domingo, 22 de marzo de 2015

Envejecer vs madurar


Desde que nacemos tenemos la racial costumbre de confiar en verdades universales, incontrovertibles, eternas e inamovibles. Estas creencias, muchas de elllas al menos, se nos van cayendo de las manos conforme avanzamos por el calendario de los años y los hay que conservan al final de sus días la mayoría de ellas.
Creemos firmemente en un dios bondadoso, o al menos, justo, creemos en el amor incondicional de las madres a los hijos y viceversa, apostamos fuerte por nuestros dirigentes, por nuestros maestros, por nuestros amantes y amigos, y en ese camino es frecuente que nos olvidemos de nostros mismos, de nuestra identidad como organismos vivos, de esa base, de esa "casa intima y última" en la que nos alojamos y desde donde amamos, sufrimos, nos regocijamos, crecemos y tomamos conciencia de todas las vivencias en las que andamos sumergidos durante toda la vida, sin que la mayoria de las veces nos demos cuenta, o al menos escasa cuenta.
Los hay quienes se resisten a abandonar esos principios, esas ideas heredadas o no, y luchan porque sean verdaderas, porque no tengan fallas. Luchan hasta el último aliento y a veces incluso lo dan por ese creer, por esas verdades pilar de sus existencias. Encuentran argumentos que certifican la veracidad de esos postulados o se los inventan, porque de lo contrario, de demostrarse la falsedad de ellos ¿qué utilidad tiene vivir? Y en ese inventar, en ese querer creer, se olvidan de que son parte de algo mucho más grande e ignoto que es la vida misma; son manzanas que quieren interpretar al manzano, al árbol de donde tomaron el ser, y malgastan energía en tal fútil intento, enferman, envejecen y mueren sin haber madurado tal como estaba proyectado por quien le dio la vida.
Otros siguen el mismo proceso, ven cómo sus creencias, todas, se desmoronan, pierden valor y consistencia; por un tiempo buscan confirmarlas, se agarran a elllas muchas veces con desespero y finalmente se rinden, vuelven "a casa", a la única que ha permanecido callada y solícita todo ese tiempo, a su ser más íntimo y fiel, a sí mismos; y sin comprender ni elucubrar ni inventar más agarres ficticios, se abandonan a lo que es, siguen la corriente del río y se dedican a vivir honrando al sendero de agua que les llevará a la mar, madurando finalmente y sirviendo de alimento a aquello que los abarca, que los supera, que los cobija y que no tiene más explicación que ser parte de ello.