jueves, 22 de octubre de 2020

Eyes in the rain

 

  LOS OJOS DE LA LLUVIA

  Memorias de Luis A. Cortina, maestro nacional

 

Me llamo Luis A. Cortina, fui maestro de Educación Primaria y Secundaria durante 40 años y jubilado ya, he pensado reunir estos relatos o cuentos breves, unos más fantásticos que otros pero todos con un claro viso de irrealidad. Vaya por delante y sirva de aviso que los relatos que a continuación quiero exponer a tus ojos, son historias verídicas si me atengo a la sinceridad de las personas que me los contaron, personas en las que creo como testigos fiables de los hechos aquí narrados y en sus palabras y de los que no tengo motivos para dudar.

Sin embargo, debo reconocer que soy poco aficionado a darle demasiado juego a la fantasía, si esta no lleva al menos un marchamo de belleza que asombre o un ligero tinte de lógica. Porque no me importa en absoluto confesar que, a las puertas de mi mente -un tanto racionalista y severa con las veleidades de la inconsciente imaginación de algunos- duerme algún ser recreado por los sueños más imposibles que alumbraron mi niñez, hace de eso ya algunos lustros. Y digo “a las puertas”, porque jamás consentiré que sus patizambos pies hoyen este “hogar” más o menos cartesiano que, año tras año, pensamiento tras pensamiento, he ido construyendo para salvaguarda de mi sano juicio.

Sin embargo, como acabo de decir, ese personajillo está ahí; lo dejo estar. No me importuna saber de su existencia cuando entro o cuando salgo, cuando despierto o cuando me duermo; porque sé que él guarda como oro en paño mi valioso escepticismo, lejos de cualquier afiliación a ninguna doctrina que pueda alejarme de la reconfortante –por sincera y por humilde- duda tras la cual me parapeto.

  Soy de los que piensan que el ser humano “necesita” una pequeña dosis de misterio a su alrededor. De algún principio arcano, indescifrable e inalcanzable, con el que pararle los pies al vanidoso enciclopedista y, a veces, a la engreída ciencia. Por todo ello, tras la máscara (por otro lado, creo que necesaria) que me ha dado mi profesión de educador –un poco sabelotodo y un mucho perfeccionista-, gusto de ir en pos de relatos y leyendas en los que la verdad juega al escondite con el oyente sin llegar a demostrar jamás cuál es la finalidad, si es que existe tal, de su juego.

 En definitiva, me place visitar esos lugares en donde se encuentra y se esconde esa difícil y nunca bien investigada vena de lo inexplicado y/o inexplicable. Porque no es otra la razón que animó y anima a eminentes científicos a divulgar, en sus momentos más locos, geniales cuentos de ficción y misterio llenos de utopía y de conceptos inefables, al tiempo que quemaban sus vidas tras las aparatosas verdades ocultas en sus ecuaciones, o bajo el espectáculo minúsculo que se desarrollaba en sus microscopios. Y nadie supo, sabe o sabrá si el autor de tales relatos, confiesa lo inconfesable –su “oculta verdad”-, o si es sólo un divertimento, una válvula de escape por donde dejar salir al duendecillo de la fantasía al que todos alimentamos; es más, al que debemos alimentar, si no queremos ser un mal remedo de ordenador orgánico algún día, quizás no muy lejano.

 Y dicho este obligado preámbulo, entremos ya en materia. El personaje que sacaré a colación inmediatamente es el marido de mi cuñada Antonia, Francisco Pons Cañada, comerciante y dueño de un pequeño colmado en la no muy poblada pero afanosa localidad manchega de Bonagua.

Fue en una de esas tardes de agosto en las que, después de cumplir con una merecida (yo añadiría que necesaria) siesta, tratando de ahuyentar las tórridas horas del mediodía castellano, nos reunimos como teníamos por costumbre, Antonia y su esposo, mi mujer, Laura, y yo, en el pequeño chalecito que poseo adosado a mi casa solariega a las afueras de la ciudad.

Como cada tarde, nos sentamos en el cenador y al cobijo fresco de la enorme parra que cubre el lugar, iniciamos una distendida charla con el ánimo de entretener la espera hasta a la hora de la cena. Los temas surgían y se apagaban sin mayor transcendencia mientras tratábamos de ahuyentar el calor de la hora con alguna que otra cerveza bien fresca, a la par que los hombres quemábamos un cigarrillo tras otro con las consiguientes protestas de las señoras.

Como Laura empezaba a relatarle por enésima vez a su hermana Antonia el concierto de pitos y flautas que mis bronquios interpretaban cada noche en el lecho conyugal, y aprovechando que soplaba una reconfortante brisa en esos momentos, Paco y yo nos levantamos de nuestros asientos y nos encaminamos por las recoletas sendas de la huerta con el propósito de hacer hambre y desentumecer un poco el esqueleto.

 Fue entonces cuando le hice saber a mi concuñado mis planes acerca de recopilar algunas de esas historias no explicadas o sin explicación posible, que a veces habíamos oído comentar en algunas reuniones del Casino de Bonagua, en el bar de Fernando, o en otros sitios tan dispares como la consulta de don Justo, el médico, pero a las que jamás les habíamos dado mayor importancia.

  Me miró entre asombrado y escéptico. Paco conocía mi soterrado interés por “esos” temas y yo sabía que si él se prestaba a colaborar, tendría una fuente casi inagotable de relatos en los que la realidad y la razón humanas luchan por buscarse un hueco en la vida de las gentes.

Por dos razones me interesaba que se implicara en mi proyecto como extraordinario suministrador de historias: una, su trabajo y su contacto diario con la gente, bien detrás del mostrador del colmado que dirigía, bien por sus casi constantes viajes de negocios y el trato, por consiguiente, con personas de muy diversa índole.

La otra razón radicaba en él mismo. 

 Hace algún tiempo, en otro verano en que ambos matrimonios convivimos en el mismo lugar en el que nos encontrábamos disfrutando, grandes y pequeños, del frescor y de la paz del campo, Paco nos contó su emocionante experiencia…

Trabajo me costó convencerle de que aquellos hechos, ya lejanos en el tiempo pero siempre vivos en su memoria, me venían que ni pintados para comenzar mi proyectada recopilación de algunos de esos sucesos extraños que a casi todo el mundo les pasa, pero ya sea por vergüenza o por otros motivos más escondidos en el alma de sus protagonistas, estos los ocultan hasta el mismo RIP despidiente con el que el cura los despacha de esta vida ante sus tumbas o sólo se los confiesan a los más íntimos. Mi trabajo me costó, pero finalmente mi concuñado accedió a compartir conmigo y con quienes me leen su inexplicable historia cuando sólo tenía 7 años.

Al día siguiente y con la mañana recién estrenada, buscamos un rincón confortable y silencioso alejado del bulle-bulle de la chiquillería y de la curiosidad de las mujeres, yo con la grabadora dispuesta, él con la memoria abierta, y ambos volvimos a visitar un apartado lugar en el tiempo…

-Un verano vivido desde la infancia, treinta y siete años atrás, - me dijo nada más empezar a hablar y con la grabadora ya funcionando. - Pero el chispazo de la última recordativa de aquel suceso extraño no surgió aquí, en Bonagua, - siguió diciendo- sino entre dos humildes municipios aragoneses, justamente hace casi un año…

Pero antes de pasar a relatar aquel desconcertante suceso, aviso al lector de que lo haré utilizando la primera persona con el fin de dar mayor enjundia y realismo a la narración.

Por otra parte, mi fantasía arropará (que no desfigurará) el texto, tratando de hacer más fácil su lectura, al tiempo que ordenando y dándoles color a los elementos secundarios que conforman el “paisaje” que sirvió de marco a tal experiencia. Debo añadir finalmente que los personajes que aparecen a lo largo del relato son auténticos; todos ellos viven todavía si exceptuamos a don Pedro, el párroco de Sta. Eulalia, muerto hace dos años víctima de unas fiebres cuyo bondadoso y delicado corazón no pudo soportar.

Y dicho todo esto, empecemos.

Hablo de un día de septiembre del verano pasado. Partí hacia Teruel muy de mañana en busca de cierto producto del que me habían hablado muy bien para venderlo en mi colmado. El día se presentaba caluroso y seco, aunque la noche anterior había oído en el telediario que en el trayecto de vuelta podría verme sorprendido con algún aguacero…Confieso que me asustan las tormentas y vive Dios, que motivos tengo para ello como podrás comprobar si sigues leyendo. Así que, terminado el quehacer que me había llevado a tierras turolenses, partí raudo de regreso a Bonagua y llegar antes de que se me hiciese de noche en el camino.

Desde Salinas del Manzano hasta Cañete, cerros con escaso arbolado, barrancos desolados y pedregosos, arbustos mediterráneos, soledad y curvas y más curvas. Con aquel firme tan irregular de la N-420 que unía las ya citadas localidades aragonesas, mi un tanto desvencijado automóvil apenas tenía ocasión de rebasar los 60 km/h en algunas pequeñas rectas, no muy abundantes, por cierto.

Había parado hacía unos momentos en el mesón-restaurante “Buendía Hnos.” ubicado a la misma salida de Cañete, con la intención de reponer fuerzas y vaciar al hambre de argumentos, porque con las prisas y la urgencia por llegar a casa, no había probado bocado desde que por la mañana había parado en un bar de carretera para tomarme un café con leche y unas diminutas madalenas.

Y con tal propósito me senté a la barra del bar para tomar un frugal almuerzo que no me hiciera demasiado pesada la posterior conducción; no lo dudé. Acudí a la fresca y vigorizante compañía de la cerveza, más un bien surtido bocata de jamón de la tierra; acabado el yantar, pedí “el reglamentario” café con su pizca de coñac y pagué la consumición; el cigarrillo consiguiente ya me lo fumaría en el coche.

Al salir del local noté un rebujo caliente que me vino a la cara, claro indicador de una más que posible tormenta vespertina. El cielo por poniente presentaba una oscuridad que no presagiaba nada bueno.

No me equivoqué.

Cigarreando soñadoramente, vi cómo por momentos el azul pálido de aquel primer lunes de agosto, a la sazón, día de mi cumpleaños, iba tiñéndose de color ceniza, ocupándolo poco a poco amenazadoras formas voluminosas que adquirían segundo a segundo un tamaño descomunal.

El bochorno dentro del coche llegó a ser asfixiante. La rueda del volante quemaba al tacto y la ropa se me pegaba al cuerpo inundándome de un sudor copiosísimo y harto pegajoso; eché de menos un buen “mercedes” con una gratificante refrigeración; como el que poseía mi primo Sergio, primer teniente alcalde de Bonagua…

 Miré el reloj. Eran las 4:30 de la tarde. Ante el temor de que con aquel calor diera alguna cabezada que otra y pudiera sucederme algún accidente irreparable, intenté engañar a aquel profundo sopor que las altas temperaturas de aquella tarde y la breve pero sustanciosa comida en el mesón me estaban provocando, así que conecté la radio del vehículo y busqué afanosamente algún programa lo suficientemente ameno que me mantuviera bien despierto.

Pero la estática que ya llenaba el aire y las poco interesantes sintonías con las que di, me hicieron desistir de tal empeño y opté por parar el auto en cuanto las circunstancias de la carretera me lo permitiesen.

Me detuve en un camino de tierra que desembocaba en la carretera por la que transitaba, más o menos y si mi memoria no me falla a la altura del municipio de Piedraviva. Aparqué junto a un pino de tamaño más que regular y me dispuse a salir del coche a estirar un poco las piernas.

 El sofocante calor secó en unos momentos mi traje chorreante de sudor, y por unos instantes sentí un frescor vivificador. Anduve unos cuantos pasos a la sombra del árbol bajo el que me había guarecido y con profundas inspiraciones procuré espabilarme; de sobras sabía yo que más que el calor o el sueño, lo que atenazaba mis nervios haciéndoseme costosísimo el respirar, era el miedo.

Y el motivo de ese miedo pendía sobre mi cabeza.

Una luz cegadora azul-plateada me hirió los ojos; casi al segundo, un trueno semejante al de una gran explosión cayó del cielo y estalló sobre mí, dejándome por momentos casi sordo.

Una vez más, una tormenta me sorprendía en pleno campo, solo, lejos de cualquier lugar lo suficientemente sólido y seguro en donde poder esconderme. Cuando aquellas enormes moles algodonosas, negras como pesadillas, abrieron sus infernales ubres sobre las tierras sedientas de aquella comarca, el pedrisco se derramó sobre mi pobre automóvil con su redoblar aterrador.

Ya de vuelta en su interior, y nada seguro con aquellas puertas y ventanas que no cerraban todo lo bien que yo hubiera deseado, me dispuse totalmente entregado a vivir de nuevo otro episodio de terror.

Sentí el miedo agazapado detrás de mi nuca. Aquel horrible y extraño capítulo de mi vida, en el que me vi envuelto cuando apenas contaba siete años de edad, volvía a editarse en mi memoria.

 

Allí, acorralado por el estruendo de un cielo desatado y furioso, medio acurrucado en el metálico e inseguro habitáculo del “Seat-León”, contemplé otra vez la imagen desvalida de un chiquillo, aterrorizado, perdido en medio del ilimitado campo manchego sin horizontes posibles en aquellas uniformes planicies, bajo un manto inmisericorde de agua, totalmente desamparado… yo mismo, hace 36 veranos…

Ni un mal árbol que me cobijara; ni una mano amiga que me transmitiera un algo de compañía y de seguridad; absolutamente solo, cegado por el diluvio y con mis piececitos ahogados y aprisionados por el barro espeso que poco a poco iba sepultándome en la más negra desesperación…

-¡¡Madre!! ¡¡Madre!! –aullé preso del terror.

Fue su nombre una y otra vez lo único que de mi garganta salía, como un sortilegio; como una oración. Harto difícil fue para mí en aquellos momentos el recordar que mi madre, Susana Cañada Espejo, yacía bajo tierra, muerta desde hacía casi dos años, y que yo mismo había clausurado la ceremonia de su enterramiento arrojando sobre su ataúd un simbólico ramo de rosas que mi padre había puesto en mis manos para tal fin. Aquel hecho luctuoso quedó grabado en mi mente como algo sin sentido; como una pieza de mi infantil puzzle que no encajaba con nada.

Recuerdo que tía Ágata, la hermana mayor de mamá, tal vez subestimando cariñosamente mi inocente pero despierto raciocinio ya a esa edad y con el ánimo de consolarme, me decía que su hermana se había marchado a cuidar del jardín que la Virgen tenía en los cielos, a sabiendas de la singular afición que mi madre desde niña tenía por las flores.

La verdad es que en casa jamás faltaron, cosa que a mi padre a veces le fastidiaba; no sé si por el engorro de regar todas las macetas que ornaban el hogar, o quizás por celos…Manuel la quería mucho.

Algún tiempo después de quedar viudo, cuando su inacabable jornada de trabajo en el campo había llegado a su fin, por la noche, concluida la cena y yo ya acostado, su reciente soledad le sacaba lágrimas calladas de los entresijos de su alma buena. De vez en cuando y en medio de aquel llanto silencioso y a escondidas, sonaba un enérgico “¡Mierda!”, que yo oía entre pucheros desde mi cama. No sé cuánto tiempo estuve gritando como un poseso, ciego de lluvia, de lágrimas…

Hasta que sucedió “aquello”.

Nunca pude explicármelo después, pero en mis neuronas quedaron las huellas imborrables de aquel acontecimiento que cambió mi vida de manera radical. Ya no fui un chico normal. Me transformé en un joven taciturno y soñador, silencioso y solitario. La madurez no me trajo respuestas, y aún hoy mi mente sigue viajando por caminos extraños tras la imagen de aquel ser que, de a buen seguro, me salvó de una muerte anunciada.

Fue como una sombra acercándose por entre las tinieblas ensordecedoras de la tormenta. A manotadas aparté el velo de agua que me impedía la visión, y un inmenso relámpago delimitó con su luz purísima los contornos de un ser con apariencia humana que se aproximaba lentamente, como flotando, hacia el lugar en el que me encontraba.

Saqué fuerzas de donde creía ya no quedaban y corrí por el enfangado erial, liberando un pie tras el otro del barro en la carrera más larga, dolorosa y angustiosa que, pienso, nadie haya podido acometer jamás.

No me importaba, por supuesto, si en aquella ansiada meta me esperaba el amigo o el enemigo. En aquel formidable océano de agua batiente, alguien había oído mis desesperanzadas llamadas. Eso era lo único que importaba.

Pero mi frágil y asustado corazón acusó la gran tensión a la que estaba siendo sometido y pronto perdió el vuelo. Cuando apenas me quedaban dos pasos para alcanzar aquel nebuloso faro de salvación que mis ojos veían y no veían, di un traspié y volví a caer en el lodo.

Un instante después, unos brazos me arrancaron con suavidad del mar de barro. Sentí que me aupaban, y que unas manos limpiaban mi rostro apartando de él el fango y las lágrimas. Entonces sus ojos se hicieron claros a los míos y en medio de aquellas tinieblas, su mirada desterró toda la amargura que hasta hacía sólo unos momentos había sumido a mi atribulado ánimo en el más atroz de los pesimismos. Aquellos ojos, no supe si de hombre o mujer, pero dotados de una increíble belleza y ternura, me hablaron de consuelo, de paz, de reposo. Después, sus labios se acercaron a mi frente y con un beso sellaron definitivamente todos mis miedos e inquietudes…

Mis siguientes recuerdos despiertan en el camastro de mi padre, ya en el pueblo, rodeado de mis primos Sergio y Paula, de doña Ángeles, esposa de Faustino Fuentes, agricultor y gran amigo de papá, y de don Pedro, el cura párroco.

Manuel, que en otras ocasiones como ésta en las que mis “novillos” escolares me habían acarreado algún que otro contundente sopapo, me miraba con rostro severo; pero sus ojos enrojecidos lo delataban. Apartando con cierto disimulo una posible lágrima con el dorso de la mano, se acercó al lecho y sin quebrarse su apostura silenciosa, revolvió cariñosamente mi rebelde flequillo.

Luego supe que doña Gertrudis, la maestra, había sido quien había “levantado la liebre” comunicándole mi no asistencia a la escuela aquella tarde. Manuel, entonces, habiéndose asegurado de que no me encontraba en ningún lugar conocido dentro o fuera de mi casa, solicitó la ayuda de algunos compadres suyos y, en medio de la tormenta, salió en mi busca.

Fue mi tío Álvaro, hermano de tía Ágata y el menor de los Cañada, quien dio conmigo. Mientras yo salía del profundo sueño en el que había estado sumido, oí que aquel les contaba a todos cómo se habían desarrollado los acontecimientos. Tío Álvaro y dos hombres más me habían hallado, semiinconsciente pero con las ropas casi secas, en el interior de una gran oquedad que existe en lo alto de la ladera de un barranco, el cual da amparo a un reato de agua que las más de las veces aparece desnudo del líquido elemento; sólo en los otoños húmedos es peligroso el vadearlo a causa de las fuertes lluvias que engordan desmesuradamente su caudal, cuando las temibles riadas asoman en la cabecera de la rambla que lo alimenta.

Aquel refugio calizo con la apariencia de cueva era conocido en el pueblo como “La Pastorcica”, puesto que servía de cobijo a los pastores cuando la lluvia o la nieve hacían acto de presencia estando aquellos con el ganado en pleno descampado; cueva y barranco distan apenas kilómetro y medio de Bonagua.

Es cierto que fueron muchísimas las veces que la pandilla de amigos acudíamos a aquel lugar por simples motivos de juegos propios de la edad. Pero debo jurar solemnemente que esa tarde mis pasos no se dirigieron al refugio, sino que el escondite que elegí para ocultarme en aquellas horas de asueto robadas al estudio, estaba en otra dirección.

Recuerdo perfectamente que en vez de encaminarme a la escuela, lo hice hacia una casa solariega medio en ruinas, propiedad de unos señores de Albacete; ricos hacendados en otros tiempos, pero que debido a su decreciente fortuna la habían tenido que abandonar hacía bastantes años. En el derruido pórtico que todavía permanecía en pie a la entrada, la casa ostentaba el nombre de “Villa Enciso” en unos azulejos que tendían peligrosamente a dejar en el anonimato a la mansión, pues ya faltaban algunos. Allí íbamos a menudo mis amigos y yo a observar a nuestras anchas a los ahora únicos habitantes de la fantasmal residencia: urracas, tordos, conejos, halcones, algún que otro ratón o rata y otros bichos del lugar.

Sin embargo, mi lógico aunque algo estúpido (debo confesarlo) sentimiento de culpa acalló durante años aquella otra versión de los hechos, la mía, la verdadera, o al menos en la que yo creía firmemente.

Acepté la historia de los mayores, la “oficial”, porque lo que yo sabía que me había sucedido realmente distaba mucho de aquella tranquilizadora explicación. Nadie me hubiese creído y mis palabras sonarían a mentira, y de las muchas o pocas cosas buenas que mis padres me habían inculcado, una de ellas era la de no mentir. Mis correrías, por tanto, “habían acabado aquella tarde de novillos en la Pastorcica, donde me refugié lleno de pavor ante el temible espectáculo que en los cielos oclusivos se estaba desarrollando en esas horas; luego me quedé dormido entre cansado y asustado”. Y punto.

Algunos años después, algo lejos ya los días de escuela y colocado como ayudante del bueno de don Genaro, el de la tienda de comestibles, recorrí a pie y en bicicleta todos los sitios habitados de la comarca en busca del único rasgo que de aquella “entidad” quedó nítido en mi memoria: la mirada gris azulada que espantó al miedo que me acorraló aquel día en el páramo manchego.

Ni que decir tiene que mi búsqueda resultó infructuosa.

 A veces, estas solitarias excursiones y mi obstinado silencio a sus preguntas enervaban a mi padre, el cual, viendo que mi carácter se hacía más y más introvertido en ciertas cuestiones, trataba de sonsacarme, ya con dulzura, ya a gritos, el secreto de mis idas y venidas por los parajes más apartados del pueblo.

Pero aquella imposible confesión se enquistó en lo más profundo de mi ser, y necesitó de algunos años para que viera la luz. Una y otra vez volví al lugar, donde más o menos yo creía pudo haber ocurrido el suceso que llenó de misterio y de largos paseos solitarios aquellos años juveniles.

Es ocioso decir, pienso, que mi constancia no tuvo recompensa alguna. Nunca ocurrió nada. Pateé el páramo en todas las direcciones, siempre saliendo de Bonagua, hacia el norte, a Villa Enciso, por lo recto o por lo oblicuo.

Todo fue inútil. Francamente, llegué a dudar de mí mismo y más de una vez y más de dos pensé que ciertamente todo podría haber sido un sueño; un terrorífico pero al mismo tiempo maravilloso sueño, del que, en mis momentos más depresivos, llegué a desear no haber despertado jamás.

 

Cuando ya instalado en la madurez y regentando el colmado que don Genaro tuvo a bien concederme como herencia a su muerte (en su solitaria soltería y poco antes de dejar este mundo, creyó, y así lo dejó escrito en su escaso testamento, que yo era la persona más idónea para seguir con el antiguo negocio familiar), conocí a Antonia Martos del Agua, la que tres años después sería mi esposa.

Y llegó el momento de abrir mi corazón. Cuando ya había transcurrido un tiempo prudencial tras el primer encuentro, pensé que nuestros mutuos sentimientos eran lo suficientemente fuertes como para confiarme a ella.

Un día, mientras paseábamos por el parque del Ayuntamiento tras la salida del trabajo, se lo conté todo…

Esperé una sonrisa llena de conmiseración, un gesto vago de incredulidad y una comprensiva y cariñosa clasificación de hombre “extremadamente soñador”. Después de todo, hacía ya demasiado tiempo de aquello (yo tenía entonces 25 años) y cuando los hechos son tan lejanos, la imaginación puede desfigurarlos casi por completo.

Pero nada de eso ocurrió.

Antonia me creyó en lo esencial; prescindió de mi dramatismo, algo exagerado, me dijo. Es comprensible que ella lo creyera así. Sabido es que las sensaciones son intransferibles en su totalidad; la subjetividad en los sentimientos es siempre la última y definitiva barrera que separa a todo narrador de su oyente. Podemos (y a veces debemos) intentar, “simular”, ver el mundo a través del otro; pero nunca podremos meternos en su piel, experimentar por él.

Pero lo más importante de la cuestión es que no hizo juicios negativos ni descalificadores al meollo del asunto: yo había visto a alguien. Una persona me arropó en medio de la tormenta y luego, de alguna manera, me llevó a “La Pastorcica” guareciéndome de la inhóspita intemperie de aquella tarde.

No obstante, mi novia quedó si cabe más asombrada todavía cuando, pregunta tras pregunta intentando sonsacarme la identidad de aquel ser o lo que fuere, llegamos a conclusiones temerarias; algunos dirían que irracionales. Porque la información primera que le había dado no estaba completa. Había un dato no revelado; una pista imposible de seguir.

Aquella mirada que serenó mi desesperanzado ánimo, en su color, en su acento amoroso, en su hablar aquel sin palabras, era la misma que mis recuerdos más niños guardan en el subconsciente; allí donde las imágenes más queridas o más dramáticas de nuestra infancia nos esperan, para poder reeditarlas en cualquier momento de nuestra vida o en los últimos instantes de ella; cuando notamos que se nos escapa todo y deseamos retener lo más querido o la terrible ausencia de aquello que, a pesar de tener todos los derechos, se nos negó por causas totalmente ajenas a nosotros.

Aquellos ojos cuya luz guiaron mis primeros pasos en este mundo se confundieron (se fundieron) con los de la persona que salió a mi encuentro en el desolado campo aquel día…Los mismos ojos que Dios me arrebató en una jornada aciaga con el pretexto vulgar de una simple pulmonía.

 

Lo que yo creía iba a ser el secreto más guardado de nuestras vidas, acabó en los oídos curiosos de mi futura suegra, Mercedes del Agua. Esto nos costó a mi novia y a mí un enorme disgusto que nuestro cariño y comprensión mutuos tardaron unos días en apagar.

Doña Mercedes, mujer en extremo religiosa y muy rezadora, sugirió, hechas ya las paces con ella y con su hija, que le contase la increíble historia a don Pedro, el cura párroco, porque había llegado a sus oídos “pecadores” que dicho sacerdote era muy aficionado a “las lecturas hagiográficas basadas en los hechos y milagros de los santos” (sic).

 A mí, la verdad sea dicha, se me atragantó un poco la idea aquella de entrevistarme con el cura. Mis visitas a la parroquia de Sta. Eulalia no eran tan asiduas como mi bautismo católico requería y, de una forma o de otra, temía que me echase en cara estas y otras cosas que a cualquiera le harían dudar de mi honrada y sincera actitud como feligrés de dicha parroquia. Allí me bautizaron y en ese mismo lugar pocos años después, hice pacto sagrado de matrimonio ante Dios y ante los hombres con Antonia.

Al principio me mostré muy renuente a acudir a aquella reunión con el párroco; mi secreto mejor guardado y ya compartido con mi novia, iba a recibir la luz de otras personas después de tanto tiempo manteniéndolo oculto para todo el mundo, y eso no era plato de mi gusto. Además, doña Mercedes, católica hasta el tuétano, sabría de mis continuadas “faltas” a la misa dominical que yo eludía cortés pero firmemente ante los ruegos insistentes de su hija, y eso podría disminuir su aprecio y valoración hacia la persona que iba a casarse con su única hija.

Pero muy a mi pesar, la cita se concertó.

Mi futura suegra era y es de esa clase de mujeres que piden poca opinión de nadie cuando algo se le cruza por su cabeza; le gusta llevar la voz cantante en sus asuntos (y muchas veces en los asuntos de los demás), y tiempo le faltó para ir a hablar con don Pedro.

A los pocos días, Antonia, su madre y un servidor nos encaminamos a la sacristía; a cambio, les hice jurar que nadie más sabría de los hechos que motivaban tal encuentro. Se me erizaba el vello con sólo imaginar las miradas, más o menos capciosas, que sobre mí podían caer si las gentes del pueblo decidían hacerme centro de su atención y de sus tertulias. ¡Ahí es nada!, Paco, el hijo de Manuel, el jornalero más serio y cabal del lugar, sufriendo de alucinaciones (para unos) o teniendo tratos con la mismísima Virgen y con aparecidos (para otros). La tienda se me llenaría de curiosos, de muchas preguntas, algún que otro comentario descalificador y poco negocio.

Pero la sorpresa y el asombro habían decidido acudir también a la entrevista.

Porque con don Pedro, estaba Manuel, mi padre.

Trabajo me costó el reponerme, pero hice de “tripas corazón” y acepté sin más comentarios la inesperada presencia de aquel otro contertulio. Más que sorpresa, fue vergüenza lo que sentí; porque él había estado siempre allí, a mi lado, y debería haber sido el primero en recibir mis confidencias.

Naturalmente, doña Mercedes había sido la alcahueta de aquel encuentro, y dadas las cosas por hechas y bien hechas, volví a narrar con pelos y señales todo lo que me aconteció aquella para mí histórica tarde camino de Villa Enciso.

Cuando acabé el relato, mis ojos buscaron con cierta ansiedad la mirada de todos los allí presentes. El silencio en aquella estancia eclesial era denso, expectante.

“-Era una buena mujer, y una excelente madre.-“Fueron las palabras del bueno de don Pedro, cuya gran humanidad descubrí aquella jornada llena de confesiones. Tras su habitual rostro mandón, la severidad de sus facciones dio paso a una contenida emoción que pronto trasmitió a mis manos cuando me las estrechó entre las suyas. Doña Mercedes asentía quedamente entre mal disimulados pucheros, a los que su hija Antonia hacía coro con nerviosos enjuagues de nariz y lagrimal con su diminuto pañuelo.

Los ojos de mi padre quedaron fijos en mí. Tuve la certeza de que él también me había creído. Serio y lleno de una tristeza como jamás antes me había demostrado, se me acercó y con su temblorosa mano aquietó sus emociones repeinándome el rebelde flequillo; igual que entonces. Pero quedaron en su mirada otros rincones oscuros del camino de su vida, tortuosa y con escasas alegrías, que yo sabía nunca llegaría a desvelar.

Desde aquella cita en la sacristía de la parroquia, noté ciertos cambios en sus costumbres. Una mañana muy temprano lo descubrí yendo a la iglesia; hecho insólito en él, que era de la opinión de que a los hombres se les enturbian los sesos entre tanto rezo y tantas “estatuas” de gente ya ida. En realidad no creo que fuera a rezar; me lo comentó un día don Pedro, quien lo había espiado una de esas mañanas en las que había sorprendido a mi padre en los últimos bancos del templo, sentado, con la mirada absorta y tercamente enfocada hacia delante, hacia ningún sitio, quizá hacia adentro, posiblemente, sopesando viejos recuerdos e ilusiones recién estrenadas, jamás antes imaginadas.

 Desde aquel día, ambos hemos vivido con la silenciosa certeza de ser observados, a hurtadillas, por la persona que más nos ha querido en este mundo. Pero entre nosotros no hubo más comentario sobre el asunto que aquel revolotear de su mano sobre mi pelo en la iglesia. Para mí fue, es y será suficiente.

Compartíamos un secreto del que rehuíamos mirarlo cara a cara por el temor de que, tal vez al hablarlo, al contrastarlo entre los dos, naciera la duda asesina que asfixiara la secreta esperanza de volver a ver a mi madre otra vez; si no en esta vida, en la otra. Y así continuamos… 

La lluvia se alejaba lamiendo suavemente con sus últimas gotas chicas, el cristal del parabrisas de mi coche. Y mirando fijamente un punto lejano en el horizonte recién lavado, me descubrí a mí mismo regresando de muy lejos, sintiéndome confuso y algo aturdido.

Miré el reloj y vi que eran las cinco y media. Puse de nuevo el coche en marcha (no fue a la 1ª, tampoco a la 2ª; hubo una 3ª vez) y abandonando el lugar que me había medio cobijado durante la tormenta, volví a la carretera. Saqué el último cigarrillo del paquete que había en el bolsillo de la chaqueta que descansaba en el asiento contiguo, le prendí fuego, y aspirando profundamente su humo reemprendí la marcha hacia el hogar.

El sueño y la realidad se cruzaban y entrecruzaban una vez más, pero una mirada al ahora límpido cielo me hizo sospechar que tardaría algún tiempo –en esta tierra reseca y sedienta pueden ser meses- en volver a llover. Lo cual me disgustó seriamente.

 Cuando Francisco leyó la narración de los hechos que acabo de contar, vi reflejado en su rostro cierto rictus de amargura.

Vistas así las cosas, desde el punto de vista de otro, las dudas se agrandan todavía más”. –me dijo.

Y es que, conforme pasan las horas, los días, los meses, lo real se desvirtúa y se viste de ropajes ajenos que la imaginación le presta sin su consentimiento.

Soy de la opinión de que el pasado es inenarrable. Lo subjetivo termina por desfigurar tanto a la experiencia vivida, llegamos a impregnarla tanto de nosotros mismos, que sin quererlo la convertimos en novela, en cuento, en música, en sueños… despojándola de su primera y prístina identidad.

  Mi concuñado tenía toda la razón cuando al leer mi propia versión expresó más o menos abiertamente su desacuerdo; y sin embargo, él sabe muy bien que nada de lo que allí se cuenta con referencia al meollo de la cuestión (la aparición de un ser; su madre, tal vez…) ha sido cambiado en lo más mínimo. El motivo es otro.

El artista –permítaseme tal apelativo- reinventa siempre la realidad, y al aprehenderla la destruye casi por completo; tal resultado es inevitable. No obstante, es indudable que las más de las veces todo termina en belleza; insignificante, equívoca, amanerada, quizás. Pero ahí queda; como el regalo más preciado que los sentidos conceden a nuestro intelecto, a nuestra sensibilidad, a nuestro espíritu, en definitiva. No he sido nunca (que yo recuerde) sujeto de apariciones de ningún tipo. Posiblemente de ahí arranque –por paradójico que pueda parecer- mi singular curiosidad por este y otros hechos similares o coetáneos que, a poco que se investiguen con un mínimo de seriedad, dejan a la razón en algunas ocasiones huérfana de argumentos.

 Ya en el siglo XI Avicena afirmaba en su “Tratado sobre el amor” que éste, entre sus muchas virtudes, “podía corroer –y sólo él- el débil papiro que separa la vida de la muerte, haciendo confusa la visión separada de ambas”. ¿Y dónde puede hallarse más amor –me pregunto- que entre una madre y un hijo, aunque aquella ya no se encontrase acompañándolo en la dimensión real en la que todos los vivientes estamos sumidos?

Eterna cantinela la de la existencia de vida tras la vida. Yo, ni entro ni salgo; solamente me apasiono por el tema. Las personas que han disfrutado o sufrido (que de todo hay en la viña del Señor) experiencias semejantes a la de Francisco Pons, salen de ellas cambiadas, con una duda más en sus vidas; con una secreta, agridulce y confusa esperanza en los recovecos más escondidos de sus almas. Tras el espejo, han visto (o han creído ver) la huella de lo inefable.

Después del último suspiro, les espera la respuesta; como a todos nosotros.