miércoles, 26 de marzo de 2008

Hécate


Si los ojos que de amor a saber llegan tanto
pueden juzgar de amor,
tú estás enamorada:
lo leo en tu transparente belleza,
en tu lánguido atractivo,
en tu distante mirada…
Pero, oh Hécate, diosa de la noche,
dime entonces
si allá en tu reino de húmedas tristezas
son las bellezas tan altivas como por aquí,
si prefieren ser amadas a amar ellas.

Primavera de ausencias


Sueños de primavera
enredados en ilusiones vanas.
Tu mirada táctil yace
en la opacidad de la tarde,
mientras tu presencia se deshace
en las umbrías esquinas de la memoria.

(By courtesy of Shlevs, the Green Sleeves)

Lost and unknown


Viene a ser éste un poso de recuerdos de mi efímero paso por el Sahara, cuando en 1973 a uno lo pusieron de soldado a vigilar la arena y el azul eterno del cielo, no fuera que se juntaran...

LOST AND UNKNOWN

Mientras retozábamos acompasadamente sobre la arena de la duna más brillante, los problemas huían uno tras otro fuera de aquella densa bruma de placer.
Podía ver cómo la luna bañaba en plata el cuerpo noble del camello que masticaba el aire con aspecto circunspecto y algo aburrido, asistiendo estoicamente a nuestros escarceos amorosos.
Amïd me había dicho que la noche se ensancharía entre los dos infinitos en cuanto yo me lo propusiese; que con sólo acariciarle los abundantes senos, el giro del tiempo se invertiría una y mil veces entre el resonar majestuoso del viejo pandero del Venerable Profeta.
Cambié de postura y entre una maraña de suspiros y besos incontrolados, resonó en mis oídos el latir del mundo bajando desde su cenit; y la noche hirió mis ojos con oscuros resplandores.
Mi cuerpo vibró como la milloneava cuerda del arpa que hizo danzar a los dioses en el Principio del Comienzo, y vi el número impensable de estrellas que tachonaban el negro firmamento, y la infinitud del número siete, y el mar por dentro y por fuera, y mi cara desde mil ángulos distintos, y uno a uno los granos de arena que nos sostenían, y vi reyes vestidos de pieles, reyes cubiertos de oro y púrpura, y reyes clavados en cruces ignominiosas abrazando al mundo, y mil guerras jamás acabadas, y el resoplido informe de cuatro milenios cubiertos de polvo, hierro, fuego, lágrimas, dolor y muerte….Y el paso de un millón de soles sobre mi cabeza.

Noté cómo todas mis energías y yo disuelto en ellas, se abocaban en un inmenso cuenco en donde todavía aullaba el trueno lejano del Gran Pandero coronado de rayos, que desbordándose por los colosales bordes del universo me ataban los pies produciéndome dolores intensísimos y horribles en cada nueva convulsión.

El sol se desperezaba voluptuosamente entre los pechos de arena del desierto y una fina lluvia de fuego empezó a caer lentamente desde el azul sobre nuestros cuerpos desnudos.
Amïd nos contemplaba regocijado desde la cúpula de la duna más cercana. La tercera guardia estaba al caer y ya el siroco peinaba el mar amarillo allanado crestas y rellenando valles. Nos despedimos casi sin mirarnos, con la timidez del que descubre lo que desde siempre había estado oculto y ahora, por fin, desvelado.
No volví a verla nunca más. Tampoco dejó nombre ni palabra. Pero el mundo y yo ya no fuimos los mismos. Amïd me sonrió y caminando delante de mí me marcó el camino a casa.
Ni que decir tiene que el camello, único espectador de tan sublime noche, ni se inmutó.

(By courtesy of Shlevs, Prince of the Kingdom of the Endless Sands)

sábado, 22 de marzo de 2008

La dinastía sagrada


El 21 de marzo, el Rey, en su continuo ascenso hacia el Gran Norte, mientras va desalojando a las Sombras, al Frío, al Silencio, a la Soledad, a la Oscuridad y a la Muerte, se encuentra con Rakelt, la Diosa de la Primavera. Es carne de su carne y sangre de su sangre; pertenecen a la misma estirpe de los Paraisos del Fuego, de la Vida y de la Luz.
De su abrazo nace el calor, las semillas, el fruto alimentador, el verde y multitud de flores; pero también de ese amor nace Karent, la Diosa del Otoño.

Rakelt y el Rey poco a poco van creando vida mientras siguen ascendiendo en los cielos, hasta que el 24 de junio ambos alcanzan la cima de su amor. A partir de ese instante, Rakelt irá envejeciendo y gastando su maternidad hasta cubrir la Tierra Media de todos los frutos de su amor. El Rey entrará poco a poco en los terrenos de la nostalgia y de la tristeza bajo la mirada atenta de Karent.
La Diosa del Otoño va creciendo, creando poco a poco su propio espacio, y el Rey y Rakelt van lentamente retirándose hacia el Gran Sur ante las cada vez más frecuentes embestidas de la tristeza que Karent destila en su mirada gris azulada; como consecuencia, el Reino de las Sombras de Maud crece día a día más y más bajo sus pies.

Los últimos frutos de la higuera marcan el final del Reinado del Verano, y el 24 de septiembre Rakelt muere en los brazos del Rey, el cual sigue caminando hacia el Gran Sur, con su poder debilitándose en cada amanecer y unicamente acompañado por unos pocos sirvientes que transportan el cuerpo exánime de Rakelt en el interior de un ataúd de plata; Karent hereda la Tierra Media bajo la aquiescencia de la Reina Maud, que viniendo del Gran Norte va poco a poco alargando el Reino de las Sombras atrayendo a los diosecillos del Frío, la Lluvia y la Nieve.
Ese 24 de septiembre, en una de esas embestidas, Maud, atreviéndose a expander más y más su poder hacia el Sur envalentonada por su creciente poder y viendo la evidente turbación y debilidad del Rey, le embosca en los caminos solitarios del Bosque Oscuro y trata de robarle el cuerpo de Rakelt para enterrarlo en sus territorios dominados por el Hielo y la Noche; sin embargo en medio del fragor de la lucha cae seducida por el todavía poderoso resplandor de la mirada del Señor de la Vida, y el derrotado Rey de la Luz le engendra allí mismo una hija, Rakelt, la Diosa de la Primavera.

Los días se suceden y los rayos dorados que antaño colmaron de calor y vida a la Tierra Media se inclinan y declinan su poder, alargando la presencia en el espacio y en el tiempo de las acechantes Sombras. Karent viste de marrones oscuros y de oro desvaído los campos y bosques, cubre los cielos de gris y llama a la Muerte a sus caminos. La Diosa del Otoño canta nostálgicas canciones al son del viento aullador, a la luz de la pálida Luna, componiendo poemas de desesperanza, de tristura y de olvido, mientras recorre solitarios caminos rodeada de solitarias ruinas y de leyendas.

Viejos fantasmas de reyes ya olvidados y sepultados en el polvo del olvido acuden en busca de consuelo y de compañía.
Mientras tanto, la presencia del Rey dador de la Vida se ha ido desvaneciendo por entre las melladas cimas de las altas sierras que delimitan la Tierra Media del Gran Sur.
Karent y Maud cubren la Creación de Oscuridad, Silencio, Soledad y Muerte.

El 24 de diciembre, tras permanecer tres días muerto, el Rey despierta una mañana en el recuerdo de Rakelt y con ese impulso se pone de nuevo en marcha; con la esperanza de volverla a encontrar se dirige de nuevo al Gran Norte, ahora envuelto en el Reino de las Sombras y de la Muerte que cubre la tierra toda bajo una Karent cada noche más pálida y moribunda.

Esa misma noche la Diosa del Otoño muere envuelta en su propia tristeza y desesperanza y Maud la oculta bajo un inmenso roble; una corte de búhos y lechuzas escoltan tan triste cortejo. Entonces Maud, la Diosa del Invierno, la Señora de la Tierras Bajas, es quien toma el poder y el dominio de toda la Tierra Media; su risa hiela el rostro de la Luna y un manto de silencio cubre los restos de Vida que aún quedan como testigos en los silenciosos campos y senderos.

Pero Maud entra en temor; sus sirvientes y espías le hablan de hechos luminosos más allá de los montes del Olvido, frontera de su heredad; han visto la maniobra del Rey y le cuentan que el Señor de la Luz vuelve a caminar por los senderos que llevan a la Tierra Media; las gentes salen de sus escondrijos y con valentía creciente gritan y se animan los unos a los otros gritando: ¡El Rey vuelve, el Rey vuelve!

Se encienden hogueras en todos los altos del territorio como faros ardientes que guíen al Señor en su regreso al Gran Norte y en las plazas de los pueblos y aldeas se canta y se baila, brindando por el pronto regreso de la Vida a los campos y a los hogares.
La Reina de la Oscuridad y del Invierno, temerosa de que con el regreso del Rey su poder se acabe, le espera en los ventisqueros, en los corredores del viento, tras las cortinas de la lluvia, izada en las cimas cubiertas por la nieve pretendiendo pararle.
Ella sabe que la llegada del Rey significa su forzado regreso al Gran Norte y desde los más altos oteros le ve marchar hacia la Tierra Media cada mañana más decidido y radiante.

De esta forma, mientras el Rey acude a la llamada de la Vida, Maud se retira lentamente jornada tras jornada hacia sus territorios vírgenes del Gran Norte; su manto de noche va empequeñeciendo y los rayos de Luz del Rey empiezan a inundarlo todo en su marcha….
El 23 de marzo, el Rey en su continuo ascenso hacia el Gran Norte, mientras va desalojando a las Sombras, al Frío, al Silencio, a la Soledad, a la Oscuridad y a la Muerte, se encuentra con Rakelt, la Diosa de la Primavera. Es carne de su carne y sangre de su sangre…

La vie en rose


Dicen que la memoria es selectiva, lo que viene a significar que de los recuerdos del pasado ella sólo atiende a aquellos momentos agradables vividos por la conciencia; es más, si el pasado no fue grato, la memoria los viste “de rosa” como vulgarmente se dice.
Y a esto ultimo quiero referirme.
Lo anterior es científico, quizá comprobable por el bisturí del neurocirujano o por los electrodos puestos por la medicina sobre ciertas áreas del cerebro.

Pero yo pienso que la ciencia, aunque hubiese otra explicación (que no digo que la haya) la rechazaría por los propios presupuestos empíricos a los que está obligada a servir para seguir siendo lo que es, una disciplina universal de conocimiento.
Sin embargo, sin perderle el respeto a los “sacerdotes del laboratorio”, yo tengo si no otra explicación a esa coloración rosa de lo ingrato llevada a cabo por la memoria, sí al menos una intuición explicativa que sólo se la expongo a los amigos en que confío y de los que no espero malos rollos ni malentendidos.

Intuyo, me gusta pensar, que dentro de mí hay como algo que no sabe vivir en la tristeza, que no conoce ni le interesa el miedo, que desconoce la angustia, que juega a vivir, y el jugar siempre es fuente de placer; ese "algo" (por llamarlo de alguna forma) vive mis experiencias desde otro punto de vista, como el puer que nunca para de asombrarse y de aprender a través de la Vida y ello siempre es fuente de gozo, sea lo que sea que ocurra "ahí afuera".
De esta manera, mientras yo vivo con ansiedad la entrada al trabajo algunos días, o me inunda la depre ante un verano ardiente como el de 2003 (quede constancia que odio el calor exagerado del sur), o me entristece la rutina de los momentos que se suceden uno tras otro sin solución en el tiempo…ese "algo" juguetón que me habita en lo más profundo e ignoto de mí ve las cosas con otro mirar, desde otro ángulo, siempre en positivo, siempre buscando la belleza (y encontrándola) detrás de cualquier situación displacentera.

Y esa intuición la tengo casi todos los días cuando me vienen rebufos del pasado, de esos momentos en los que “no me sentí a gusto” con el presente, pero los revivo con un placer que mi conciencia (ella siempre tan vigilante) rechaza e intenta arrojar dicho sentimiento al cubo de la basura del olvido porque en su visión tan “real” de lo que acontece, me dice que “así no pasó”, que aquello lo experimenté con dolor, con desazón……
Sin embargo la sensación revivida es real, muy real, porque por breves momento la alegría se me cuela por dentro y mi corazón salta de júbilo; y desde hace un tiempo sé que mi corazón no me engaña; eso tiene mucho de verdadero, al menos para mí.

Por todo ello, cuando me siento mal en cualquier momento del presente, me gusta pensar que “no todo mi yo” está sumergido en ese lapsus de tiempo en el que lo estoy pasando mal; hay otra parte de mí que seguro está adornando el momento amargo de tal manera, que cuando lo recuerde en cualquier esquina del futuro lo volveré a vivir de forma muy distinta; quizá, y ya puesto a ser creyente, ese algo tan poeta me sobreviva tras la muerte porque supo leer la vida de la única manera que hay que hacerlo, con amor y llena de paz...Item más, tal vez sea eso y sólo eso lo que quede de nuestro fugaz paso por la Vida.

Semana santa party


La verdad es que todo esto de la semana santa y de las procesiones te dan un pestazo en tó la punta de la nariz que pa qué...

Asco de religiones (así, con minúsculas) para pequeñajos/as, para almas diminutas, para pequeños burgueses de barrigas prominentes y ahorrillos en Gescartera, para los hombrecillos y mujercitas grises de las grandes urbes, ladrillos sobre ladrillos del muro de la vulgaridad, de la nonedad, del silencio culpable y del miedo a todo y a uno/a mismo.

Religiones para seres perpetuamente en sombras, pertrechados de prejuicios, respirando estereotipos desde la cuna hasta el ataúd, besamanos, besapies de dioses inmóviles hechos la inmensa mayoría de las veces por las manos torpes de astutos comerciantes de la lágrima y del arrepentimiento...

Liturgias cansinas, ahora me siento, ahora me levanto, ahora me arrodillo, ahora digo palabras que ya perdieron el sentido hace siglos...

Beatería perfumada con el olor de la pena y de la culpa de los cirios, arrobada por el equívoco volar de las sotanas, mitras y casullas, faldas y más faldas debajo de las cuales se reparten favores que son como parcelas de un cielo prohibido a los distintos, a los desordenados, a los raros (por lo visto Jesús el llamado el cristo no lo era...¡ja!), a las putas, a los maricones, a los feos y a los pobres de toda calaña y condición; a todos ellos y ellas se le vetó tiempo ha la entrada en el Paraíso prometido porque el edicto de su condenación estaba ya escrito desde el primer día en que entraron al templo y la masa católica y/o protestante, me siento, me levanto, me arrodillo, repito esto y lo otro, versículo, capítulo, versículo, capítulo, les echaron el ojo y les colocaron la etiqueta de "diferentes", dueños de esas almas tan ausentes de "carácter" y con esas caras y tipos tan lejanos del hombre-hecho-a-imagen-y-semejanza-de-Dios...¡por Diosssss!

Prefiero mil veces a Niesztche; al menos para aquel condenado alemán, algunos eran superhombres...
O al Jesús aquel de hace más de 2000 años que no se perdía comida ni banquete, perfume ni boderío, que comía de lo que encontraba por los caminos y dormía donde podía sin importarle la compañía, vestido de harapos, diciendo verdades como truenos delante de las narices (a dos palmos, vamos) de todo aquel que le incomodaba, que no teniendo nada lo tenía todo, joer, eso sí que es lección para esta humanidad.

Pero es bueno que ellos mismos se vayan enterrando en sus monomanías, en su nostalgia por el Sacro Imperio Romano, en sus congresos eucarísticos y en sus mesnadas de toda índole, encerradas al pueblo llano y pecador mientras realizan sus orgiásticas ceremonias secretas (¡pobres masones...!) como santos y separados, herederos únicos de la gloria del Señor, amén.

(By courtesy of Shlevs, Sacred Priest of Life)

lunes, 17 de marzo de 2008

Machadiano


El azul en el cielo,
la tarde en el quicio
y la palabra callada.
La fuente en la plaza,
el agua en la taza
quieta.

(By courtesy of Shlevs, Prince of Stillness)

Late tonight


Me detengo en la espesura de la noche
oyendo tiritar un tallo de tristeza.
El viento detenido en mi alma oye
mil gritos que suben a los reinos distantes de la luz,
y entre el oro y el espasmo en que un instante es,
el rocío y el labio de la noche
ejercen de aurora redentora del mundo.
Gravita el firmamento y, aún dudando,
triunfal y con feroz rugido,
mi corazón ordena la alegría y alza el vuelo.

domingo, 16 de marzo de 2008

Si tú no, yo tampoco


Que la derrota de unos años
no me hagan perder la vida.
Porque, si nadie muere por nadie,
recobraré la senda perdida
aunque tenga que beberme la herida
que yo sólo me hice
cuando no eras nadie.

He de encontrar otra primavera
ajena al hastío y al dolor.
Me haré buscador de ilusiones,
encenderé deseos nuevos
capaces de alumbrar
otros sueños,
otras caricias,
otros quehaceres.
Porque el amor me cegó,
sustituiré tu presencia
por otra imagen que alimente
mi memoria.

Recogeré de nuevo mi luz
ahora que ya anocheció
y vagaré en tu ausencia,
como cuando la noche era noche
antes de adentrarme en la pesadilla.
Y si he de salvarme solo,
solo quiero encontrarme;
para que antes de despedirme,
los caminos de amor
que el amor sembró,
no puedan siquiera recordarme.

(By courtesy of Shelvs, Prince of weary lovers)

Celtic lands


Celtia,
brumas embrujadas,
lluvia suave mojando la vida.
Noches húmedas
sobre el brillante pavés,
eternidad del verde,
praderas de seda y agua.
Misteriosas historias en piedra,
prehistoria viva en las leyendas.
Elixires, pócimas, encantos,
cerveza y cantos en el pub.
Lobos a medianoche,
hogueras, brujas y gnomos,
sopas de ajo, cálidos sueños.
Una buena pipa antes del sueño.

Sequía



La tímida claridad de la mañana
despierta entre brumas de sueño
al escondido sol primero.
El fruto temprano
es sólo un volumen de sombras
que huyen del ardor
clamoroso y ciego.
La luz trepa por la osamenta de la sierra
hasta alcanzar el cenit.
Ya la tierra queda descubierta,
sedienta en su temprana agonía,
exhalando dulces alientos
desde la sabrosa presencia de las naranjas.
La huerta queda envuelta
en un resplandor verde
herido en su intimidad confusa.
Un hilillo de muerte se adivina
en su respirar aletargado,
en este invierno indócil
de boca seca y ronca
que dobla las espaldas de los hombres
que se afanan en la huerta milenaria.
El cielo ahueca su azul disparatado
en una luminosidad sorda
de polvo volteado,
y un latir de canes añorando el agua
se fija en las sucias paredes de las casas.
Hoy tampoco lloverá…Quizá mañana.

sábado, 15 de marzo de 2008

Paseo junto a la mar




Estando siempre tan lejos -y sin embargo, tan cerca- de la mar, ayer me permití el placer de pasear por una de las playas más hermosas del litoral suresteño: La Manga del Mar Menor. No importan los desjustes colosales en cuanto al diseño urbanístico; Neptuno, a pesar de todo, está muy presente en este privilegiado lugar de la costa murciana.

martes, 11 de marzo de 2008

Voyeur


Dispuesta,
accesible,
plato apetecible
para ojos, manos y boca.
Inocencia en el gesto.
Amor, ¿te gusta esto?
me dice
mientras mis manos locas
depositan la primera apuesta
del placer,
allí donde tocar y ver
son una misma cosa.

(Courtesy of Shlevs, Prince of Eros)

Oh, Manuela!



Andaba mi amigo Jaime por las turbulentas edades, en las que las libaciones a Príapo y los homenajes onanistas eran ocupaciones comunes del día a día. Por ello, y para evitar que sus jóvenes huesos se deshicieran como la harina o que el acné llegara a desfigurarle el rostro (tales eran algunas de las terribles predicciones con las que don Ramón, el cura de la clase de religión, les amenazaba tres veces por semana si continuaban haciendo un uso tan ardoroso de la masturbación) Jaime cuidaba hasta extremos cercanos a la paranoia los asuntos sobre la higiene, con duchas diarias en cualquier estación del año, así como la alimentación e incluso algo de deporte; pero que si quieres...
En su rostro salpicado de granos rojos y blancos llevaba escrito el pecado, que le decíamos los amigos para fastidiarle.
Y es que como bien nos contaba algo cariacontecido pero orgulloso al mismo tiempo de su flamante virilidad, el ambiente no ayudaba en absoluto; estaban las chicas de la clase, estaban las webs porno tan al alcance...
Y estaba Manuela.
Manuela, la vecina que vivía justo en el piso de abajo de su casa, solía subir por las tardes a pegar la hebra con doña Elvira, la madre de Jaime, y de paso sacarle a la buena mujer el cafelito de la sobremesa. Como pago -pago odiado por Elvira- le contaba con todo lujo de detalles el telediario del bloque y del barrio entero, si era menester.
Manuela era un tostón y sufrir sus crónicas un suplicio para todos; pero su presencia iluminaba la imaginación de Jaime, provocándole vivísimas visiones carnales que le apartaban brutalmente de lo que se suponía era su primer deber, estudiar y terminar de aprobar el bachillerato que ya le duraba casi cuatro cursos.
Porque la tal Manuela, mujer vital, vigorosa y entrometida, de larga y afilada lengua, daba a imaginar a mi amigo -con conocimiento o no, vaya usted a saber- con cierta generosidad sus voluptuosas redondeces debajo de sus vestidos; vestidos que, quizá por el tiempo algo lejano de su confección o compra o tal vez por el uso constante que de ellos hacía,  (no descarto las dos hipótesis) parecían haber encogido justo en aquellas zonas en donde la aguda vista de Jaime trabajaba sin tregua ni descanso.

Manuela, sobre la que ya nos hemos referido como hembra extrovertida y llena de picardía a sus cuarenta y pocos años, hacía como que no se enteraba de la película que mi amigo le filmaba todas las tardes con sus ojos devoradores;  desde la panorámica inicial y de frente que le tomaba a la entrada, hasta cerrar plano con el trasero removiente en la despedida...
El "happy end" lo montaba más tarde Jaime en la soledad de su dormitorio. 

Luego y ya terminada la obligada ducha, ante el espejo, Jaime se confesaba con el acné imponiéndose inútiles penitencias que en vez de detener el curso de los acontecimientos parecía que los lubrificaba todavía más; quizás allí estaba parte importante del motor que movía aquel mundo de fantasías eróticas; porque tras el breve arrepentimiento, las ganas se le disparaban con más brío si cabe.
Digo que Manuela hacía como que no; pero casi estoy seguro que ahí también mentía la muy bellaca.

En vida de su marido, el bueno de don Antolín, los dimes y diretes de la vecindad proclamaban por lo bajo y en los portales las extrañas visitas que la mujer recibía algunos sábados, justamente cuando su marido se ausentaba al casino a leer la prensa o a presenciar cualquier debate entre gentes tan aburridas como él; luego que se marchaba, sus amigos dilapidaban la buena fama y la honra de don Antolín con comentarios soeces y malintencionados, sobre todo abundando en la enorme diferencia de edad entre ambos cónyuges y las “lógicas consecuencias” que de ello se derivaban; vamos, que a don Antolín se la metieron bien doblada cuando le “arreglaron” aquella unión matrimonial con Manuela para remediar su soledad. Inútil solución. Su soledad no cambió mucho desde entonces, aunque alivió, al parecer, la de algunos de sus vecinos y compadres.
Así se expresaba don Juan Jesús, el médico del seguro, haciendo referencia a aquellos 18 años de distancia entre Manuela y su esposo.

El buen marido, cornudo o no, se callaba y se confesaba bien pagado si su esposa le servía en la mesa como él pedía,  si el hogar resplandecía de limpio o si los atuendos con que vestía en el día a día casinero y en las fiestas de guardar parecían inmaculados y bien planchados; luego, que también en la cama Manuela le diera cobijo y calor, eso no era comprobable; porque el matrimonio no había tenido hijos, pero tampoco a Don Antolín se le veía especialmente mustio o hambriento de hembra. 
El hombre era un aburrido monumental, eso sí, pero la causa era más bien genética, que decían los más antiguos del pueblo. Que los Mínguez habían sido así, desde que los Reyes Católicos les dieran tierras y título después de mandar a los mohameses más al sur de Despeñaperros.

Pero por poco o mucho que el buen hombre le diera a Manuela en el lecho conyugal, ésta quedó huérfana de cariño cuando hace 4 años una mala tos se llevó a don Antolín de este barrio. Desde entonces las murmuraciones no daban abasto, murmuraciones a las que doña Elvira no daba el menor crédito; por eso la resistía, aunque no con buena cara. Que Manuela fuera fiel a la memoria de su esposo según la caritativa opinión de la madre de mi amigo, no quitaba que fuera un tostón andante.
De todo aquello, quien de veras salía ganando era Jaime.

Pero fue la noche del 16 de agosto, día inicial de las fiestas del pueblo, cuando Jaime pasó a mayores, porque  del sentido de la vista pasó al táctil, lo que para él fue un paso muy importante en aquellas relaciones libidinosas entre la imaginativa mente de mi amigo y Manuela.
Eran las 10 de la noche como digo y Jaime saltó del sofá en donde paseaba su aburrimiento por la pantalla de la tele. Oyó truenos y recordó que a esa hora y en ese día tiraban el castillo de fuegos artificiales.
-¡Mamá, me subo a la terraza a ver los cohetes!
Doña Elvira lo miró por encima de sus gafas hipermétropes y no dijo nada, siguiendo con el zurcido de la ropa.

Jaime subió las escaleras de dos en dos, no queriéndose perder nada del festival de fuegos en los cielos del pueblo. Abrió la puerta de la terraza y vio una figura en la oscuridad a la que sólo pudo identificar por el género de la persona que permanecía acodada a la baranda del lugar; la falda se le adivinaba a aquella mujer, pero no supo quién era la propietaria hasta que se llegó hasta ella.
Cuando ya estuvo a  unos dos metros de distancia de Manuela, los pelos del cuerpo y lo que no son pelos se le erizaron; acortó la lejanía y se le acercó con un balbuceante “buenas noches…Hace fresco ¿no?”

Manuela asintió con un monosílabo porque en ese momento un cohete ascendió en la noche y atronó los cielos.
El frío fue poco a poco rompiendo el hielo -¡oh, paradojas de la vida!- entre ambos, mientras los avisos del castillo se sucedían con regulares intervalos.
-Anda, ven aquí y acércate, que me voy a helar, chiquillo.
Jaime así lo hizo pegándose al cuerpo exuberante de Manuela; en aquel momento, el pantalón vaquero comenzó a incomodarle seriamente cuando la erección se hizo adulta y rompedora.
Jaime dio un paso más. Nunca supo cómo tuvo el valor de hacerlo, pero en la guerra como en la guerra, ea; así que alzando su brazo derecho rodeó los hombros de Manuela, acentuando la proximidad de ambos.
Al principio la mano de Jaime colgó laxa y sin vida sobre el hombro de su acompañante de fuegos y truenos; pero no tardó en cobrar vida y atreverse a bajar por el brazo mientras forzaba el abrazo.
El cielo se abrió en luces espectaculares y mientras Manuela soltaba exclamaciones de asombro sin dejar de mirar a las alturas, Jaime, sudando y trabajándose el deseo ya acariciaba el brazo de Manuela, arriba y abajo, arriba y abajo….No tardó en vislumbrar la entrada del escote de Manuela, generoso y con los botones a punto de soltar aquellas dos golosas presas.

Definitivamente, el festival aéreo había terminado para Jaime; las luces de la lujuria encendieron otros fuegos y así, mientras ella miraba hacia el cielo Jaime hundía la mirada en aquella puerta al infierno, en donde tanto tiempo había soñado con abrasarse.
-Se me está helando la espalda, Jaime…
Jaime, cuyas manos ya andaban bien cerca del escote, dejó la tentativa del pecho y se puso a darle suaves friegas a la espalda de Manuela.
En un principio mi amigo creyó que aquello era una maniobra evasiva de su acompañante tratando de impedir que las manos de Jaime llegaran a tomar posesión de sus rebosantes pechos…Pero no; todo lo contrario. Manuela trabajaba a favor de la corriente y se ve que la soledad del lugar, la animó a darle a Jaime esa noche un mayor consuelo que el que hasta ahora le había dado con su presencia en casa en aquellas tardes en que, entre sorbo y sorbo de la taza del café y ante la buena conciencia de doña Elvira, entre cruces crujientes de piernas y vuelos alzados de muslos, le había suministrado a mi amigo material suficiente para sus solitarias fantasías nocturnas.

-Ven, ponte detrás de mí, chiquillo, que voy a coger un buen resfriado… ¡Como esto dure mucho…!
           ¡Que dure, Dios mío, que dure….! Rogó en silencio Jaime...Posiblemente fue su primera conferencia con Dios desde que tomará su primera comunión  hacía ya 10 años.
Y Dios, o la suerte, o el guión del libro de la vida, o vaya usted a saber quién, remó a favor de Jaime.

Porque mi amigo, a requerimiento de Manuela, la abrazó por detrás tal como se lo había pedido cuidando de que ella no notase el basto levantado que llevaba bien enhiesto bajo los pantalones; tarea harto difícil como vino a darse cuenta enseguida. Así que apretando el valor y encomendándose a todo lo encomendable, se pegó totalmente al trasero de Manuela que mantenía algo inclinado al estar apoyada en la baja baranda de la terraza. Los brazos de Jaime se agarraron a su cintura y poco a poco fue aumentando la presión, tanto delantera como trasera; aquel polvorín, con su mecha puesta y la pólvora en su punto, tenía una clara cita con la explosión. Pero mientras llegase o no la deflagración, Jaime flotaba por los aires oscuros y húmedos del paraíso.

-¡Chiquillo, ay, cógeme por aquí, que el frío se me va a coger al pecho…!
Fue el último acto de aquel drama iniciador, que si empezó en comedia bien podría acabar en tragedia si el torrente que Jaime acumulaba en los testículos optaba por salírsele de madre. Pero ni eso arredró a Jaime, que cogiendo primero con timidez y luego con hambre aquellas dos generosas gotas de lujuria se aprestó a seguirle la corriente a Manuela.
Ya envalentonado Jaime, viendo que sus manos podían entrar en aquel sacrosanto lugar del escote y dejar que sus dedos se saltaran la frontera casta del sostén, inició la danza del vientre apretando y desapretando el culo de Manuela sin ningún tipo de disimulo; ahora o nunca, se dijo.

Fue que el festival de los cielos ya estaba a punto de finalizar  y que Manuela ya andaba semidesnuda de pecho y espalda, que Jaime dio el último paso, el obligado, el tan ansiosamente esperado quizás por los dos. No se lo pensó dos veces, que un santiamén terminó por bajarle las bragas a Manuela y meterle todo aquel empantanado deseo por donde se debe, vaciándole la munición en las tres postreras arremetidas.
Manuela soltó un “¡¡Ooooohh!!” muy digno y Jaime quedó traspuesto tras el esfuerzo, quedando ambos unidos en la cópula durante un buen rato.

El último trueno, el gordo, sonó a destiempo, pero sirvió para que los dos se desengancharan y sin mediar palabra ambos recompusieron su figura, se abrocharan lo desabrochado y fuesen a cenar, que ya era hora. Y si hubo algo más en días posteriores, es cosa que Jaime calló y Manuela tapó, quizás como había hecho en otras ocasiones en las que a escondidas de don Antolín, sació su hambre de hembra.

Pero raro era el fin de semana que mi amigo no se daba una vueltecica por la farmacia de Don Sixto a por "gomas".
¿Que cómo lo sé? Fácil. Unas semanas después del desahogo terracero, Jaime me invitó a tomar café en la casa del difunto Antolín Mínguez. El café nos lo sirvió su viuda, Manuela Muñoz.
Confieso que lo hacía muy bien; no creo que pruebe otra cosa igual en mi vida.
El café, digo...

(Corregido el 17 de enero de 2012)
           

En la playa


Horizontes inabarcables,
el mar abraza con su tibieza cálida mi somnolencia.
Las horas pasan imperceptibles,
como briznas de tiempo
creciendo silentes en la conciencia.
Los deseos despiertan sobre la arena
cuajados de sol, espuma y agua.
Al compás de la brisa,
el ocioso estío se mece
al ritmo sensible de las olas
y los sueños más hermosos,
apenas inaudibles,
desfilan sin mácula por el azul
a lomos de las gaviotas.

(Courtesy of Shelvs, Prince of Summer)

sábado, 8 de marzo de 2008

Madre Mar


Nos duerme la mar
con su beso partido de espuma y agua.
Nos acuna el rumor de sus olas
con sus versos eternos
esparcidos sobre la arena de la playa.
Y allí, entre las conchas y caracolas
de nuestros primeros juegos,
descubrimos a la diosa durmiente
con el libro de la vida y de la muerte
entre sus manos amorosas.
Algún día, ella,
tan solícita y apasionada,
al fin y a la postre madre es,
me contará un cuento...cuando despierte.

Última visita


Los hechos me los contaron hace ya algún tiempo, inconclusos, historiados por la traicionera memoria y troceados por las dos voces que volcaron en mí todo aquel tropel de incongruencias y desatinos.
No es fácil creer en aquello que nuestros ojos no ven, que nuestros oídos no escuchan; pero la literatura los recompone, les da la vida útil que de otra manera no servirían más que para asustar a imberbes o a rellenar las soledades de las largas noches del inviernos oscuras, cuento a cuento, de boca a oído, con el fondo prehistórico de las llamas del hogar, lejos de los aullidos del viento que ruge afuera, lejos….
Pero vayamos a lo que tanto me interesa contarte, amable lector/a

El calor de la tarde apagaba en suspiros todo intento de llevar a cabo cualquier tarea, física o mental. Agosto estaba en todo su apogeo, y en aquella su primera semana parecía dispuesto a arrasar con su soplo sahariano a la maltratada naturaleza castellana, bastante castigada ya por la sequía y por los incendios. Precisamente desde mi sombreado observatorio bajo el porche podía vislumbrar dos columnas de humo oscuras y densas que declaraban el fuego en sendos pinares hacia la dirección de Castillo Nuevo, al oeste de Bonagua, a unos 12 ó 13 Km.

El viento, humildísimo en su discurrir por la llanura, avivaba aquel agobio de la media tarde y el sol, terco y rutinario en su remirar vigilante a esta Castilla madre de fuegos humanos y divinos, parecía querer alargar el infierno hasta su última consumación tras el horizonte.

Abandoné el lugar desde donde mis cavilaciones se había explayado, y entrando en la casa observé a mi esposa y a mis dos hijos devorando una teleserie desde el sofá de la salita de estar. El confort con que disfrutábamos en aquella casita de campo distante unos 5 Km. de la ciudad matizaba la incomodidad calurosa del exterior; la piscina, de reducido tamaño pero útil de sobra para el baño, invitaba a sumergirse en ella y no salir de sus aguas azules hasta que el véspero refrescase, si es que refrescaba cuando viniera, si es que venía…. Porque aquella jornada de records de temperatura tenía visos de eternizarse.

Aquello podía prolongarse hasta la Feria de septiembre, pensé en medio de mi pesimismo y de mi hartura. Tras un breve baño y sin necesidad de usar la toalla, que de secarme ya se encargaba el aire con sobrada eficiencia, me senté en la hamaca bajo el porche y me dispuse a disfrutar, aunque sólo fuese por unos leves minutos, del placer de sentir mi piel húmeda y fresca. El porche, amplio y acogedor, estaba orientado a levante y frente a él y más allá de la piscina estaba el campo abierto, inmenso, lleno de soledades machadianas, sin apenas relieves acusados ni detalles dignos de destacar.
La Mancha allí, en aquel rincón de la provincia de C. Real, era la pura definición mesetaria de la estepa castellana con algunas ciudades muy alejadas entre sí y unos pocos remansos de pinos, encinas y huertas rodeadas de la nada.

En estas disquisiciones estaba yo, cuando Laura, mi esposa, y los chicos dicen de marcharse al pueblo a unos recados y visitas; anuncian su vuelta para la cena, a eso de las 10 más o menos. Al poco oigo el coche alejarse. Me levanto, me dirijo a la cocina y tras prepararme un güisqui bien cargado de cubitos vuelvo a mi asiento en el porche, aunque antes de sentarme me decido de nuevo por un rápido chapuzón; así, con la piel chorreante, me retrepo en la hamaca de nuevo, güisqui en una mano y cigarrillo en la otra, y entono un “gloria Deum” por permitirme disfrutar de este diminuto retazo del Paraíso de los sentidos; que el Cielo, si existe, si no es para “sentirse” bien no será Cielo; que para pensar y trabajar ya nos concedió Dios la tierra y a sus habitantes…El infierno es “el otro”, que decía Sartre.

Soledad, soledad compartida, aunque sea sólo con uno mismo….Sobre todo si es con uno mismo….Soledad requerida, regalada, saboreada a tragos cortos, sin excesos en el tiempo.Y silencio, silencio buscado, dialogante con lo natural.

Allí estaba yo, en el vórtice del verano, con medio periodo de vacaciones por delante todavía, varado en el tiempo, anclado en mis sensaciones, anónimo con el entorno, pero identificado y presente en el “ahora” de aquella tarde ya moribunda que se arrastraba por las horas tardías que aquel sol marcaba inmisericorde. Poco a poco las sombras fueron alargándose y el calor cediendo. Aquellas primeras brisas vespertinas me trajeron recuerdos de otros veranos de la infancia y de mi primera juventud. Eternos días de ocio y buena holganza, con las ilusiones intactas sin mancha de problema alguno, al calor de la sangre fresca e inquieta de aquellas edades.

Salí del sopor de aquellos lejanos años y abracé el horizonte abierto con la mirada. El cielo, de un azul violento y denso, cubría casi las 4/5 partes del paisaje. Bajo su manto, el campo ardiente bullía de ocres y marrones y amarillos desleídos gastados bajo el peso de las horas a pleno sol.

En la distancia, muy a lo lejos, las solitarias choperas que bebían del Guadiana rompían la horizontalidad y la monotonía del paisaje con su verde erguido. Murmullos de agua que tantas jornadas de baño alimentaron mis juegos entre chapuzón y chapuzón. A la izquierda y más al norte, el bulto chato de la sierra de Malas. Entre aquellas escuálidas pinadas la fauna manchega hacía hogar y escuela de vida amenazada por los cazadores, que en los periodos de veda abierta circulaban con sus escopetas y sus perros galgos al acecho de alguna presa.

Primero fue una leve nubecilla de polvo blanco abriéndose camino en la lejanía por el camino de tierra que pasaba justo por delante de mi casa. Luego, la forma oscura de un coche fue agrandándose, para después dejarme adivinar sin lugar a dudas la identidad del visitante; eran Juan Mari, el ayudante de la notaría, y Don Justo, el médico jubilado que en sus todavía cercanos años de actividad había atendido a más de la mitad de la población de Bonagua.

Juan Mari era un quijote físico enfundando un alma sanchopancesca. Don Justo, todo lo contrario; su oronda fisonomía escondía el sentir quijote, tan pronto a lamer interioridades e ilusiones locas como a sacar a relucir nostalgias e historias románticas.
Cuando el Ford Mondeo del doctor se detuvo entre la aparatosidad del polvo levantado por las ruedas, vi que mis dos entrañables amigos no venían solos. Les acompañaba Ana, sobrina carnal de Don Justo; una de las hembras más hermosas de la localidad.

Me incorporé de la tumbona y salí a recibirles. A Juan Mari lo veía casi a diario en el bar de Juanito por las mañanas al amor del café con leche y de los churros despertadores; él entonces se marchaba a la notaría de la calle Marquina, la del cine del mismo nombre aunque ya cerrado hace años, y yo a esta “quinta” de verano a seguir disfrutando de las vacaciones.

Y era casi inevitable que el escribiente de pleitos y justicias me lanzara alguna puya que otra sobre las amplísimas vacaciones de los maestros, movido por la envidia y por la pereza que en él desde siempre despertó el trabajo; así que en su sarcasmo amistoso yo le metía mis ironías sobre esto que dicen es el mayor castigo bíblico y que el bueno de Juan Mari lo tomaba con tan poca resignación.
A Don Justo, sin embargo, hacía meses que no lo saludaba; desde la Pascua, posiblemente. Cuando le estreché la mano le noté, aparte de algo chamuscado por el agobiante calor que él tan mal soportaba, más taciturno y tristón que de costumbre. Ana, sin embargo, parecía radiante bajo aquel flequillo travieso que tan pícaro aspecto le daba; estaba magnífica y así se lo dije. Ella me hizo el oportuno quite con su risa cantarina que hacia aguas en las boca de sus muchos admiradores y me acompañó junto con los demás a la sombra bienhechora del porche.

Les saqué bebidas con abundante ración de cubitos –una tónica para el notario y limonada para tío y sobrina- y yo me volví a regar el paladar con otro güisqui.

La primera vez que tuve conocimiento de Ana fue hace dos años, cuando el enero vino vestido de nieve y frío; fue aquí mismo, en mi chalecito, y con motivo de felicitarme su tío el año nuevo apenas comenzado. Tras la bufanda azul y verde y escondida bajo el anorak, los ojos más bellos contemplaron a este peregrino de la vida que se quedó para sus restos con aquella mirada azul, en cuya calidez me vi envuelto desde aquel momento.
Qué curioso. En medio de aquel calor sofocante, la mente me llevaba al páramo helado de aquella Navidad, confundidos cielos y tierra en el blancor inmaculado que el invierno trae con cierta frecuencia a estos pagos...

Recuerdo que Ana se sentó después de quitarse el abrigo y la bufanda y apenas volví a oír su voz en toda la tarde. Todos rodeamos al fuego que calentaba el hogar mientras Don Justo y yo desgranábamos los últimos acontecimientos de las fiestas a punto de fenecer. Pero mis ojos y los de su sobrina se cruzaban y se entrecruzaban entre guiños cómplices de lo que yo creí cierta atracción; ¡no he dejado jamás de ser un iluso, lo reconozco….!
Mis 50 recién estrenados hacía dos meses y sus veintipocos, hacían estragos en el prólogo imaginado de la aventura de ciencia-ficción que mi deseo pretendía escribir al amor de la lumbre.
No sé si don Justo, por otro lado gran amigo mío, llegó a adivinar en algún momento aquel tonto romance; pero al tercer cigarrillo y consumido el coñac reglamentario que le había puesto en sus manos -liturgia repetida cada vez que venía a visitarme- tío y sobrina levantaron anclas y se despidieron con cierta premura argumentando la pronta caída de la noche y la nieve del camino.
Volví a encontrarme con aquella diosa en más ocasiones, pero aquel primer renglón de mi nueva fantasía me dio paso a escribir poemas y poemas, a cual más malo, a decir verdad……

Y en estas estaba mi recordativa cuando el médico me arrancó de ellas con un comentario que me estremeció.
-Juan, no estamos aquí para mucho tiempo. El tiempo ya no es cosa nuestra. Nuestro plazo se acabó hace dos horas y esto más que nada es un favor que nos hacen y que te hacen a ti también.

Me quedé mirándolos de hito en hito con el vaso de güisqui a punto de volcárseme. Los vi sonreír, con sus caras atezadas por el verano esperando digerir lo que don Justo acaba de decirme. Habíamos estado conversando de las calores y del incómodo clima que historiaba a nuestra querida población, de los veranos larguísimos e insoportables, tan lejos de la mar y de las brisas que por allí se divertían calmando de ardores y sudores a turistas y paseantes.
Fue entonces cuando me di cuenta que ni el médico ni el ayudante de la notaría habían fumado un solo cigarrillo durante el transcurso de la visita, cosa bastante extraña en ellos que no podían pasar más de 10 minutos sin tragar y expeler humos.

Estaban esperando algún tipo de respuesta por mi parte, allí tan quietos, tan irreales, tan felices a primera vista. Si don Justo había aterrizado con la cara larga, como con alguna carga de tristeza, ahora expandía aquella bonachura de rostro que tan feliz nos hacía a todos en sus momentos más felices, cuando las mil y una anécdotas salpicaban sus comentarios aquí y allá en las amplias reuniones en el casino de San Fernando.
Ana me encandilaba con la travesura de su media sonrisa, acariciándome con aquellos ojos capaces de enloquecer al más cuerdo. Mi cuerpo ardía con aquellos tres “ángeles” a la caída de la tarde de aquel día tórrido de verano, allí, en medio del silencio del campo, cerca de Dios, si es que Dios existe, en la paz más absoluta, con el alma dispuesta a partir a cualquier parte, con los sentidos y la fuerza a punto para la más disparatada aventura, preparados para embarcar en el barco más pirata y conquistar mares y cielos de porcelana azul bajo la enseña valiente de la total confianza, de la fe completa en nosotros mismos; si había que desalojar al mismísimo Cielo, allí estábamos los cuatro, prestos a la lucha y al amor…
Ana y yo formaríamos la pareja inspiradora de todo poema, de toda novela, de cualquier batalla, heraldos de la guerra a la infelicidad y a la desventura…
Pero algo muy dentro de mí me habló de que aquella “junta” al atardecer era del todo punto imposible.
La irrealidad y la noche ya en ciernes se estaban tragando el argumento de aquel cuarteto que ya jamás escribiría ni cantaría sobre el calor de otro verano juntos, como ahora, tal vez como siempre.

Una ráfaga de aire recalentado levantó con violencia las persianas de los dormitorios y la puerta de la casa se cerró con fuerza dando un estremecedor portazo.

-¡Joder! Pues no me he quedado en la calle….

Me dirigí a la puerta a ver si podía abrirla y así fue. Cuando me volví a mis acompañantes para mostrarles mi suerte, ya no estaban, ni ellos ni el coche que supuestamente les había traído. Los vasos de los que se habían servido estaban sobre la mesa, llenos, sin tocar. A lo lejos, la claridad azulina de un relámpago anunció el trueno, lejano, largo, que anunciaban la llegada de la posible tormenta.Caí sobre el sillón y contemplé las tres sillas vacías delante de mí.

Mi mente se negaba a recorrer el camino del presente y buscaba afanosa una explicación a lo que había sucedido apenas hacía unos minutos.
Todos tenemos ese especial temor a enloquecer, a perder la razón, a soltar los asideros con este mundo en donde nos plantaron a fuerza de mucho amor y de esforzados empujones. A pesar de que la temperatura había bajado considerablemente, empecé a sudar copiosamente mientras mi cuerpo temblaba como los hojas de los tilos cercanos ante la llegada del viento desatado de la cercana tormenta. Creo que mi llanto me ayudó a recuperar la cordura, a no caer en los negros estados en los que parece que lo pierdes todo y te sumes en los reinos demenciales de la locura.

No sé el tiempo que estuve así, escondido tras mis manos y refugiado en el llanto amargo de lo que comprendí ya era inevitable. Los rayos, el viento huracanado y los truenos jugaban a mi alrededor a ponerle un punto de variedad al verano manchego, pero cuando sonó el teléfono, yo ya lo sabía todo.

La voz angustiada de Laura me certificó la certeza; la oí llorar, desgarrada por el dolor y por el espanto; ante este tipo de sucesos todos reaccionamos igual; parece como si nos arrancaran de golpe del sueño de la vida y nos abocaran con suma violencia al otro sueño, al del adiós eterno que te abre puertas a estancias en donde parece que jamás hemos estado, o quizá, como hace ya tanto tiempo, ya no nos acordamos de haberlas habitado…
Venían de Cózar, de los toros, una curva, un camión, qué más da… Ha ocurrido ya tantas veces…

Yo me guardo las tres sonrisas de mis amigos, su manifiesta felicidad, su mensaje inequívoco de eternidad. Tras el llanto, me volví a servir otro largo trago de Jameson y con el vaso alzado al cielo desatado de la tormenta brindé por todos aquellos viajeros de la vida y de la muerte, por los hacedores de caminos sin retorno, buscadores de la fortuna y del oro del tiempo, desalojados de las mansiones de la felicidad y acobardados por el olvido, refugiados en la memoria de los amigos, ebrios de dolor y desventura, asomados a las cavernas de los sueños donde crecen los imposibles más bellos, tan poetas ellos, nosotros, todos.
Brindé por todos ellos y brindé por mí, porque ahora lo sé, jamás nos abandonarán….

(Courtesy of Shlevs, Prince of the stories)

One of these grey days


Cold days
dull emotions,
the rain is softly going down.
Sleepy feelings,
tired expectations,
I’m gazing at Mrs Moon’s weary eyes.
I can see the latest lights
throu’ this calm foggy night.
Drunk of silence
I’m passing by.