martes, 11 de marzo de 2008

Oh, Manuela!



Andaba mi amigo Jaime por las turbulentas edades, en las que las libaciones a Príapo y los homenajes onanistas eran ocupaciones comunes del día a día. Por ello, y para evitar que sus jóvenes huesos se deshicieran como la harina o que el acné llegara a desfigurarle el rostro (tales eran algunas de las terribles predicciones con las que don Ramón, el cura de la clase de religión, les amenazaba tres veces por semana si continuaban haciendo un uso tan ardoroso de la masturbación) Jaime cuidaba hasta extremos cercanos a la paranoia los asuntos sobre la higiene, con duchas diarias en cualquier estación del año, así como la alimentación e incluso algo de deporte; pero que si quieres...
En su rostro salpicado de granos rojos y blancos llevaba escrito el pecado, que le decíamos los amigos para fastidiarle.
Y es que como bien nos contaba algo cariacontecido pero orgulloso al mismo tiempo de su flamante virilidad, el ambiente no ayudaba en absoluto; estaban las chicas de la clase, estaban las webs porno tan al alcance...
Y estaba Manuela.
Manuela, la vecina que vivía justo en el piso de abajo de su casa, solía subir por las tardes a pegar la hebra con doña Elvira, la madre de Jaime, y de paso sacarle a la buena mujer el cafelito de la sobremesa. Como pago -pago odiado por Elvira- le contaba con todo lujo de detalles el telediario del bloque y del barrio entero, si era menester.
Manuela era un tostón y sufrir sus crónicas un suplicio para todos; pero su presencia iluminaba la imaginación de Jaime, provocándole vivísimas visiones carnales que le apartaban brutalmente de lo que se suponía era su primer deber, estudiar y terminar de aprobar el bachillerato que ya le duraba casi cuatro cursos.
Porque la tal Manuela, mujer vital, vigorosa y entrometida, de larga y afilada lengua, daba a imaginar a mi amigo -con conocimiento o no, vaya usted a saber- con cierta generosidad sus voluptuosas redondeces debajo de sus vestidos; vestidos que, quizá por el tiempo algo lejano de su confección o compra o tal vez por el uso constante que de ellos hacía,  (no descarto las dos hipótesis) parecían haber encogido justo en aquellas zonas en donde la aguda vista de Jaime trabajaba sin tregua ni descanso.

Manuela, sobre la que ya nos hemos referido como hembra extrovertida y llena de picardía a sus cuarenta y pocos años, hacía como que no se enteraba de la película que mi amigo le filmaba todas las tardes con sus ojos devoradores;  desde la panorámica inicial y de frente que le tomaba a la entrada, hasta cerrar plano con el trasero removiente en la despedida...
El "happy end" lo montaba más tarde Jaime en la soledad de su dormitorio. 

Luego y ya terminada la obligada ducha, ante el espejo, Jaime se confesaba con el acné imponiéndose inútiles penitencias que en vez de detener el curso de los acontecimientos parecía que los lubrificaba todavía más; quizás allí estaba parte importante del motor que movía aquel mundo de fantasías eróticas; porque tras el breve arrepentimiento, las ganas se le disparaban con más brío si cabe.
Digo que Manuela hacía como que no; pero casi estoy seguro que ahí también mentía la muy bellaca.

En vida de su marido, el bueno de don Antolín, los dimes y diretes de la vecindad proclamaban por lo bajo y en los portales las extrañas visitas que la mujer recibía algunos sábados, justamente cuando su marido se ausentaba al casino a leer la prensa o a presenciar cualquier debate entre gentes tan aburridas como él; luego que se marchaba, sus amigos dilapidaban la buena fama y la honra de don Antolín con comentarios soeces y malintencionados, sobre todo abundando en la enorme diferencia de edad entre ambos cónyuges y las “lógicas consecuencias” que de ello se derivaban; vamos, que a don Antolín se la metieron bien doblada cuando le “arreglaron” aquella unión matrimonial con Manuela para remediar su soledad. Inútil solución. Su soledad no cambió mucho desde entonces, aunque alivió, al parecer, la de algunos de sus vecinos y compadres.
Así se expresaba don Juan Jesús, el médico del seguro, haciendo referencia a aquellos 18 años de distancia entre Manuela y su esposo.

El buen marido, cornudo o no, se callaba y se confesaba bien pagado si su esposa le servía en la mesa como él pedía,  si el hogar resplandecía de limpio o si los atuendos con que vestía en el día a día casinero y en las fiestas de guardar parecían inmaculados y bien planchados; luego, que también en la cama Manuela le diera cobijo y calor, eso no era comprobable; porque el matrimonio no había tenido hijos, pero tampoco a Don Antolín se le veía especialmente mustio o hambriento de hembra. 
El hombre era un aburrido monumental, eso sí, pero la causa era más bien genética, que decían los más antiguos del pueblo. Que los Mínguez habían sido así, desde que los Reyes Católicos les dieran tierras y título después de mandar a los mohameses más al sur de Despeñaperros.

Pero por poco o mucho que el buen hombre le diera a Manuela en el lecho conyugal, ésta quedó huérfana de cariño cuando hace 4 años una mala tos se llevó a don Antolín de este barrio. Desde entonces las murmuraciones no daban abasto, murmuraciones a las que doña Elvira no daba el menor crédito; por eso la resistía, aunque no con buena cara. Que Manuela fuera fiel a la memoria de su esposo según la caritativa opinión de la madre de mi amigo, no quitaba que fuera un tostón andante.
De todo aquello, quien de veras salía ganando era Jaime.

Pero fue la noche del 16 de agosto, día inicial de las fiestas del pueblo, cuando Jaime pasó a mayores, porque  del sentido de la vista pasó al táctil, lo que para él fue un paso muy importante en aquellas relaciones libidinosas entre la imaginativa mente de mi amigo y Manuela.
Eran las 10 de la noche como digo y Jaime saltó del sofá en donde paseaba su aburrimiento por la pantalla de la tele. Oyó truenos y recordó que a esa hora y en ese día tiraban el castillo de fuegos artificiales.
-¡Mamá, me subo a la terraza a ver los cohetes!
Doña Elvira lo miró por encima de sus gafas hipermétropes y no dijo nada, siguiendo con el zurcido de la ropa.

Jaime subió las escaleras de dos en dos, no queriéndose perder nada del festival de fuegos en los cielos del pueblo. Abrió la puerta de la terraza y vio una figura en la oscuridad a la que sólo pudo identificar por el género de la persona que permanecía acodada a la baranda del lugar; la falda se le adivinaba a aquella mujer, pero no supo quién era la propietaria hasta que se llegó hasta ella.
Cuando ya estuvo a  unos dos metros de distancia de Manuela, los pelos del cuerpo y lo que no son pelos se le erizaron; acortó la lejanía y se le acercó con un balbuceante “buenas noches…Hace fresco ¿no?”

Manuela asintió con un monosílabo porque en ese momento un cohete ascendió en la noche y atronó los cielos.
El frío fue poco a poco rompiendo el hielo -¡oh, paradojas de la vida!- entre ambos, mientras los avisos del castillo se sucedían con regulares intervalos.
-Anda, ven aquí y acércate, que me voy a helar, chiquillo.
Jaime así lo hizo pegándose al cuerpo exuberante de Manuela; en aquel momento, el pantalón vaquero comenzó a incomodarle seriamente cuando la erección se hizo adulta y rompedora.
Jaime dio un paso más. Nunca supo cómo tuvo el valor de hacerlo, pero en la guerra como en la guerra, ea; así que alzando su brazo derecho rodeó los hombros de Manuela, acentuando la proximidad de ambos.
Al principio la mano de Jaime colgó laxa y sin vida sobre el hombro de su acompañante de fuegos y truenos; pero no tardó en cobrar vida y atreverse a bajar por el brazo mientras forzaba el abrazo.
El cielo se abrió en luces espectaculares y mientras Manuela soltaba exclamaciones de asombro sin dejar de mirar a las alturas, Jaime, sudando y trabajándose el deseo ya acariciaba el brazo de Manuela, arriba y abajo, arriba y abajo….No tardó en vislumbrar la entrada del escote de Manuela, generoso y con los botones a punto de soltar aquellas dos golosas presas.

Definitivamente, el festival aéreo había terminado para Jaime; las luces de la lujuria encendieron otros fuegos y así, mientras ella miraba hacia el cielo Jaime hundía la mirada en aquella puerta al infierno, en donde tanto tiempo había soñado con abrasarse.
-Se me está helando la espalda, Jaime…
Jaime, cuyas manos ya andaban bien cerca del escote, dejó la tentativa del pecho y se puso a darle suaves friegas a la espalda de Manuela.
En un principio mi amigo creyó que aquello era una maniobra evasiva de su acompañante tratando de impedir que las manos de Jaime llegaran a tomar posesión de sus rebosantes pechos…Pero no; todo lo contrario. Manuela trabajaba a favor de la corriente y se ve que la soledad del lugar, la animó a darle a Jaime esa noche un mayor consuelo que el que hasta ahora le había dado con su presencia en casa en aquellas tardes en que, entre sorbo y sorbo de la taza del café y ante la buena conciencia de doña Elvira, entre cruces crujientes de piernas y vuelos alzados de muslos, le había suministrado a mi amigo material suficiente para sus solitarias fantasías nocturnas.

-Ven, ponte detrás de mí, chiquillo, que voy a coger un buen resfriado… ¡Como esto dure mucho…!
           ¡Que dure, Dios mío, que dure….! Rogó en silencio Jaime...Posiblemente fue su primera conferencia con Dios desde que tomará su primera comunión  hacía ya 10 años.
Y Dios, o la suerte, o el guión del libro de la vida, o vaya usted a saber quién, remó a favor de Jaime.

Porque mi amigo, a requerimiento de Manuela, la abrazó por detrás tal como se lo había pedido cuidando de que ella no notase el basto levantado que llevaba bien enhiesto bajo los pantalones; tarea harto difícil como vino a darse cuenta enseguida. Así que apretando el valor y encomendándose a todo lo encomendable, se pegó totalmente al trasero de Manuela que mantenía algo inclinado al estar apoyada en la baja baranda de la terraza. Los brazos de Jaime se agarraron a su cintura y poco a poco fue aumentando la presión, tanto delantera como trasera; aquel polvorín, con su mecha puesta y la pólvora en su punto, tenía una clara cita con la explosión. Pero mientras llegase o no la deflagración, Jaime flotaba por los aires oscuros y húmedos del paraíso.

-¡Chiquillo, ay, cógeme por aquí, que el frío se me va a coger al pecho…!
Fue el último acto de aquel drama iniciador, que si empezó en comedia bien podría acabar en tragedia si el torrente que Jaime acumulaba en los testículos optaba por salírsele de madre. Pero ni eso arredró a Jaime, que cogiendo primero con timidez y luego con hambre aquellas dos generosas gotas de lujuria se aprestó a seguirle la corriente a Manuela.
Ya envalentonado Jaime, viendo que sus manos podían entrar en aquel sacrosanto lugar del escote y dejar que sus dedos se saltaran la frontera casta del sostén, inició la danza del vientre apretando y desapretando el culo de Manuela sin ningún tipo de disimulo; ahora o nunca, se dijo.

Fue que el festival de los cielos ya estaba a punto de finalizar  y que Manuela ya andaba semidesnuda de pecho y espalda, que Jaime dio el último paso, el obligado, el tan ansiosamente esperado quizás por los dos. No se lo pensó dos veces, que un santiamén terminó por bajarle las bragas a Manuela y meterle todo aquel empantanado deseo por donde se debe, vaciándole la munición en las tres postreras arremetidas.
Manuela soltó un “¡¡Ooooohh!!” muy digno y Jaime quedó traspuesto tras el esfuerzo, quedando ambos unidos en la cópula durante un buen rato.

El último trueno, el gordo, sonó a destiempo, pero sirvió para que los dos se desengancharan y sin mediar palabra ambos recompusieron su figura, se abrocharan lo desabrochado y fuesen a cenar, que ya era hora. Y si hubo algo más en días posteriores, es cosa que Jaime calló y Manuela tapó, quizás como había hecho en otras ocasiones en las que a escondidas de don Antolín, sació su hambre de hembra.

Pero raro era el fin de semana que mi amigo no se daba una vueltecica por la farmacia de Don Sixto a por "gomas".
¿Que cómo lo sé? Fácil. Unas semanas después del desahogo terracero, Jaime me invitó a tomar café en la casa del difunto Antolín Mínguez. El café nos lo sirvió su viuda, Manuela Muñoz.
Confieso que lo hacía muy bien; no creo que pruebe otra cosa igual en mi vida.
El café, digo...

(Corregido el 17 de enero de 2012)
           

3 comentarios:

Juan Antonio González Romano dijo...

Ay, las vecinas lujuriosas, cuánto bien han hecho a la humanidad... El problema es que esto le pasa siempre a los amigos, no a uno mismo...

Anónimo dijo...

Vaya, vaya, qué relato más... No sé cómo decirlo... A ver... Si lo hubiera leído en la playa, no podría levantarme a dar un paseo. O algo así... Si la protagonista se partece a la de la foto, uf.

Anónimo dijo...

Excitante el erótico relato. Me ha quitado penas y me ha añadido cierta dureza en la carne que bendigo. Bendito seas.
Agamenón.