sábado, 9 de agosto de 2008

Paciente espera


La tarde del estío se me pudre
entre querencias inabordables.
Oigo a una pelirroja escocesa cantando
viejas leyendas
cuyo sentido se me escapa
por entre la hierba húmeda de su voz.

Escribo sin rumbo
bajo el humilde fulgor de la memoria
buscándote en el iris azul de tu recuerdo,
confiando a tientas en la verdad proustiana
que tan segura declamaba
que el ayer era más que el hoy,
que el ayer era mañana.

Los dedos me queman y la visión tarda
en poseerme cuando me asomo
a los parajes por donde anduvieron mis sentidos
edificando evangelios de humo y agua.

Dulcísima epifanía de la noche.
Hay voces de hadas poblando mi cerebro,
martillos de enanos buscando diamantes
entre los pliegues de mi memoria.
Mientras, Blancanieves duerme cobijada
bajo mis silenciosos manzanares.

viernes, 8 de agosto de 2008

Tarde de toros



Corría el año 1981, septiembre. Trabajando como maestro de E. Primaria en el vecino y muy noble pueblo de Abarán y con ocasión de que mi director nos invitase a mi entonces novia Julia y a mí a "los toros", se me ocurrió trasladar al papel -paso ahora al mundo virtual- la rica experiencia que ambos disfrutamos/sufrimos en aquel Día Grande de la Fería abaranera, el de la Corrida de Toros...Por cierto, aquella tarde no llovió, cosa que vino a romper una larga tradición de aquellas fechas y lugares.

Fue una invitación irrenunciable, así que no pude por menos que agradecer tal deferencia y asistir a la corrida de la feria, el Día Grande en el que el pueblo vestía sus mejores ánimos.
Mi novia apenas opuso argumentos en contra; sabía que se trataba de una de esas ocasiones en las que es mejor poner buena cara y dejar que el tiempo moviera las manecillas del reloj con su geometría exacta.
Nos sentamos en el sector de "sombra", que se llenó al poco; el sector de enfrente no tardó mucho también en esconder el cemento tras una humanidad sedienta de líquidos (hacía un calor insoportable) y de emociones.
Yo procuré hacerme a la idea de que tenía la ineludible obligación de compartir con toda aquella muchedumbre el devenir del espectáculo al que iba a asistir; mi novia también lo pensó, aunque ella menos. La educación se demuestra incluso en aquellas situaciones en las que uno, a pesar de haber sido invitado, no forma parte de la mayoría por no compartir ni ideas ni arrebatos.
Pero allí estábamos los dos, rodeados de un gentío al que era imposible escapar; de eso me di cuenta y un cierto sentido de supervivencia se encendió en mi dormida claustrofobia; a mi novia también...
Y así, haciendo un esfuerzo notable por comportarme como es debido a pesar de ser invitado por fuerza que no por grado, observamos en la arena el salir bravo (yo diría más bien que asustado) del primer morlaco, negro como la noche, zaino, bragao, con unos cuernos desmesurados que te encogían el ánimo. Pero como la plaza entera rugió con esa hambre que ya los romanos domesticaron tan bien en aquellos siglos en los que los toreros eran cristianos y los toros leones, nosotros entonamos algunas interjecciones de calor y de emoción para no desentonar, digo...
No estuvo mal el principio.
El torero, de cuyo nombre ni me preocupé entonces ni mi memoria hace inventario ahora, elegante, en technicolor y marcando un desmesurado paquete en la ingle (mi novia se fijó en ello, aunque me lo hablaron sus ojos que no su boca), cogió al animal en el centro y se marcó unos pases con la capa entre los olés masivos que nosotros, con timidez, seguimos casi como en un rezo.
No está mal, me dije.
Desde hacía más de 20 años no había asistido a una corrida de toros; esta era la segunda. Quizá la novedad mate el aburrimiento al que me predestiné antes de entrar y amortigüe la desazón por estar tan rodeado de gente y sin salida posible; hasta las escalerillas estaban ocupadas. La cara de mi novia, pálida, angustiosa, no cuadraba con el ambiente; parecía más la novia del torero que la mía propia...

Los pases de "verónica", le oí decir a los entendidos que parecían custodiarnos, dibujaban cierta belleza y destreza en aquel par de protagonistas cuyos movimientos de ballet se paseaban de la media luz a la media luna del ruedo con ritmo.
Sí señor, no estaba aquello mal, me repetía mientras infundía ánimos a mi prometida todavía asustada. La cercanía de la barrera aumentaba las dimensiones del toro a veces hasta la temeridad. ¡Mira que si llegara a saltar la frágil cerca de madera...!, pensábamos ambos de vez en cuando...Mi novia más.

El tercio de banderillas hizo subir el tono de la fiesta, y los olés arreciaron ante la valentía de aquel bailarín sujeto a la nada a través de sus dos clavos bien disimulados por una farfulla de papelillos rojos y gualdas; porque eran clavos, porque en la primera embestida de la bestia vimos salir, por vez primera, la sangre de su lomo castigado, sangre oscura y densa que hizo lucir el sol en su negro lomo en medio de un bramido hosco de alma herida. El juego había empezado a tintarse de verdad y no había más salida que la muerte ante aquel trozo de pueblo que ardió en palmas y vítores; la sed del tendido comenzaba a aplacarse y a mí se me terminó la fiesta...A mi novia también.

Aparte de que el luminoso traje del torero se manchara de la sangre del toro, y de que éste pidiera a gritos cada vez más broncos un aire que le faltaba babeando un espumarajo de hiel y sed y miedo, me di cuenta de que el "juego" acababa realmente de principiar; un juego en donde la muerte se la jugaba como premio el hombre y como condena el animalico.
Luego vino el "picaor", y más sangre, y más gritos aupando el esfuerzo de aquel jinete que parecía querer taladrar el espinazo del toro con su pica; vi cómo aquel cuernilargo a punto estuvo de tumbar a caballo y jinete sobre la arena pintarrajeada de sangre, lo cual en mi fuero interno casi deseé.
La faena la vimos con el asco del que presiente el final, que vino después de tres intentos de estoque más un descabello.

Finalmente, las"mulillas" salieron con su jacaranda de campanillas y arreos de fiesta a por el noble morlaco, cuyos 400 kilos largos de animalidad inmóvil yacían sin nervio pero con ojos de desconcierto sobre el ruedo, último escenario de su papel oscuro sobre la selva humana de este planeta.
¡Y para qué seguir! Con el aliento contenido y rubricando en cada segundo la promesa de "nunca jamás", mi novia y yo nos comimos sin quererlo todo aquel pastel de dudoso paladar y gusto rayano en el asco hasta el sexto toro del festival.
Dimos las gracias al reloj que daba entrada a la noche, al invitante, (a ver, ¡era el jefe!) salimos entre los estipulados comentarios del pueblo asistente (¡ha estao bien, ha estao bien...!) invitándose para el año siguiente, (mi mente ya trabajando en excusas a 365 días vista) y en la sofocante atardecida de aquel septiembre nos perdimos por la carretera más cercana a la salida del lugar.
Una aventura más para amueblar la memoria, para contarla más aluego, como ahora mismo hago...Mi novia tampoco. Cuando vine a darme cuenta se me había ido con un transportista de Tarrasa al que sí le gustaba La Fiesta. Que con el gusto lleve el castigo; hablo de mi novia. Cosas de la vida...

viernes, 1 de agosto de 2008

Interminable estío


El cielo amarillento de la tarde
abre imágenes de arena en mi mente sudorosa
acorralando a la lluvia
en el último rincón de los recuerdos confusos.
La voluntad viste mortaja de hierro
y en un querer y desear,
y no poder,
el manjar amargo de las musas deshace
mi penúltima hambre de belleza,
mientras la vida late agobiada
de espaldas al poema.
Pero aquí me tienes, querida,
inmóvil en la eternidad del estío,
puliendo palabras apenas alumbradas
en este océano de la pereza,
escarbando en los sótanos del tiempo,
repasando emociones en sepia,
paisajes de verde y agua,
silencios...
De pronto, alguien a quien aún conozco poco,
me despierta en la brisa
temprana de la noche
leyéndome en un susurro casi inaudible,
el inviolado código de barras
de mis más íntimos deseos.

Shlevs, Prince of Greenland