sábado, 8 de marzo de 2008

Última visita


Los hechos me los contaron hace ya algún tiempo, inconclusos, historiados por la traicionera memoria y troceados por las dos voces que volcaron en mí todo aquel tropel de incongruencias y desatinos.
No es fácil creer en aquello que nuestros ojos no ven, que nuestros oídos no escuchan; pero la literatura los recompone, les da la vida útil que de otra manera no servirían más que para asustar a imberbes o a rellenar las soledades de las largas noches del inviernos oscuras, cuento a cuento, de boca a oído, con el fondo prehistórico de las llamas del hogar, lejos de los aullidos del viento que ruge afuera, lejos….
Pero vayamos a lo que tanto me interesa contarte, amable lector/a

El calor de la tarde apagaba en suspiros todo intento de llevar a cabo cualquier tarea, física o mental. Agosto estaba en todo su apogeo, y en aquella su primera semana parecía dispuesto a arrasar con su soplo sahariano a la maltratada naturaleza castellana, bastante castigada ya por la sequía y por los incendios. Precisamente desde mi sombreado observatorio bajo el porche podía vislumbrar dos columnas de humo oscuras y densas que declaraban el fuego en sendos pinares hacia la dirección de Castillo Nuevo, al oeste de Bonagua, a unos 12 ó 13 Km.

El viento, humildísimo en su discurrir por la llanura, avivaba aquel agobio de la media tarde y el sol, terco y rutinario en su remirar vigilante a esta Castilla madre de fuegos humanos y divinos, parecía querer alargar el infierno hasta su última consumación tras el horizonte.

Abandoné el lugar desde donde mis cavilaciones se había explayado, y entrando en la casa observé a mi esposa y a mis dos hijos devorando una teleserie desde el sofá de la salita de estar. El confort con que disfrutábamos en aquella casita de campo distante unos 5 Km. de la ciudad matizaba la incomodidad calurosa del exterior; la piscina, de reducido tamaño pero útil de sobra para el baño, invitaba a sumergirse en ella y no salir de sus aguas azules hasta que el véspero refrescase, si es que refrescaba cuando viniera, si es que venía…. Porque aquella jornada de records de temperatura tenía visos de eternizarse.

Aquello podía prolongarse hasta la Feria de septiembre, pensé en medio de mi pesimismo y de mi hartura. Tras un breve baño y sin necesidad de usar la toalla, que de secarme ya se encargaba el aire con sobrada eficiencia, me senté en la hamaca bajo el porche y me dispuse a disfrutar, aunque sólo fuese por unos leves minutos, del placer de sentir mi piel húmeda y fresca. El porche, amplio y acogedor, estaba orientado a levante y frente a él y más allá de la piscina estaba el campo abierto, inmenso, lleno de soledades machadianas, sin apenas relieves acusados ni detalles dignos de destacar.
La Mancha allí, en aquel rincón de la provincia de C. Real, era la pura definición mesetaria de la estepa castellana con algunas ciudades muy alejadas entre sí y unos pocos remansos de pinos, encinas y huertas rodeadas de la nada.

En estas disquisiciones estaba yo, cuando Laura, mi esposa, y los chicos dicen de marcharse al pueblo a unos recados y visitas; anuncian su vuelta para la cena, a eso de las 10 más o menos. Al poco oigo el coche alejarse. Me levanto, me dirijo a la cocina y tras prepararme un güisqui bien cargado de cubitos vuelvo a mi asiento en el porche, aunque antes de sentarme me decido de nuevo por un rápido chapuzón; así, con la piel chorreante, me retrepo en la hamaca de nuevo, güisqui en una mano y cigarrillo en la otra, y entono un “gloria Deum” por permitirme disfrutar de este diminuto retazo del Paraíso de los sentidos; que el Cielo, si existe, si no es para “sentirse” bien no será Cielo; que para pensar y trabajar ya nos concedió Dios la tierra y a sus habitantes…El infierno es “el otro”, que decía Sartre.

Soledad, soledad compartida, aunque sea sólo con uno mismo….Sobre todo si es con uno mismo….Soledad requerida, regalada, saboreada a tragos cortos, sin excesos en el tiempo.Y silencio, silencio buscado, dialogante con lo natural.

Allí estaba yo, en el vórtice del verano, con medio periodo de vacaciones por delante todavía, varado en el tiempo, anclado en mis sensaciones, anónimo con el entorno, pero identificado y presente en el “ahora” de aquella tarde ya moribunda que se arrastraba por las horas tardías que aquel sol marcaba inmisericorde. Poco a poco las sombras fueron alargándose y el calor cediendo. Aquellas primeras brisas vespertinas me trajeron recuerdos de otros veranos de la infancia y de mi primera juventud. Eternos días de ocio y buena holganza, con las ilusiones intactas sin mancha de problema alguno, al calor de la sangre fresca e inquieta de aquellas edades.

Salí del sopor de aquellos lejanos años y abracé el horizonte abierto con la mirada. El cielo, de un azul violento y denso, cubría casi las 4/5 partes del paisaje. Bajo su manto, el campo ardiente bullía de ocres y marrones y amarillos desleídos gastados bajo el peso de las horas a pleno sol.

En la distancia, muy a lo lejos, las solitarias choperas que bebían del Guadiana rompían la horizontalidad y la monotonía del paisaje con su verde erguido. Murmullos de agua que tantas jornadas de baño alimentaron mis juegos entre chapuzón y chapuzón. A la izquierda y más al norte, el bulto chato de la sierra de Malas. Entre aquellas escuálidas pinadas la fauna manchega hacía hogar y escuela de vida amenazada por los cazadores, que en los periodos de veda abierta circulaban con sus escopetas y sus perros galgos al acecho de alguna presa.

Primero fue una leve nubecilla de polvo blanco abriéndose camino en la lejanía por el camino de tierra que pasaba justo por delante de mi casa. Luego, la forma oscura de un coche fue agrandándose, para después dejarme adivinar sin lugar a dudas la identidad del visitante; eran Juan Mari, el ayudante de la notaría, y Don Justo, el médico jubilado que en sus todavía cercanos años de actividad había atendido a más de la mitad de la población de Bonagua.

Juan Mari era un quijote físico enfundando un alma sanchopancesca. Don Justo, todo lo contrario; su oronda fisonomía escondía el sentir quijote, tan pronto a lamer interioridades e ilusiones locas como a sacar a relucir nostalgias e historias románticas.
Cuando el Ford Mondeo del doctor se detuvo entre la aparatosidad del polvo levantado por las ruedas, vi que mis dos entrañables amigos no venían solos. Les acompañaba Ana, sobrina carnal de Don Justo; una de las hembras más hermosas de la localidad.

Me incorporé de la tumbona y salí a recibirles. A Juan Mari lo veía casi a diario en el bar de Juanito por las mañanas al amor del café con leche y de los churros despertadores; él entonces se marchaba a la notaría de la calle Marquina, la del cine del mismo nombre aunque ya cerrado hace años, y yo a esta “quinta” de verano a seguir disfrutando de las vacaciones.

Y era casi inevitable que el escribiente de pleitos y justicias me lanzara alguna puya que otra sobre las amplísimas vacaciones de los maestros, movido por la envidia y por la pereza que en él desde siempre despertó el trabajo; así que en su sarcasmo amistoso yo le metía mis ironías sobre esto que dicen es el mayor castigo bíblico y que el bueno de Juan Mari lo tomaba con tan poca resignación.
A Don Justo, sin embargo, hacía meses que no lo saludaba; desde la Pascua, posiblemente. Cuando le estreché la mano le noté, aparte de algo chamuscado por el agobiante calor que él tan mal soportaba, más taciturno y tristón que de costumbre. Ana, sin embargo, parecía radiante bajo aquel flequillo travieso que tan pícaro aspecto le daba; estaba magnífica y así se lo dije. Ella me hizo el oportuno quite con su risa cantarina que hacia aguas en las boca de sus muchos admiradores y me acompañó junto con los demás a la sombra bienhechora del porche.

Les saqué bebidas con abundante ración de cubitos –una tónica para el notario y limonada para tío y sobrina- y yo me volví a regar el paladar con otro güisqui.

La primera vez que tuve conocimiento de Ana fue hace dos años, cuando el enero vino vestido de nieve y frío; fue aquí mismo, en mi chalecito, y con motivo de felicitarme su tío el año nuevo apenas comenzado. Tras la bufanda azul y verde y escondida bajo el anorak, los ojos más bellos contemplaron a este peregrino de la vida que se quedó para sus restos con aquella mirada azul, en cuya calidez me vi envuelto desde aquel momento.
Qué curioso. En medio de aquel calor sofocante, la mente me llevaba al páramo helado de aquella Navidad, confundidos cielos y tierra en el blancor inmaculado que el invierno trae con cierta frecuencia a estos pagos...

Recuerdo que Ana se sentó después de quitarse el abrigo y la bufanda y apenas volví a oír su voz en toda la tarde. Todos rodeamos al fuego que calentaba el hogar mientras Don Justo y yo desgranábamos los últimos acontecimientos de las fiestas a punto de fenecer. Pero mis ojos y los de su sobrina se cruzaban y se entrecruzaban entre guiños cómplices de lo que yo creí cierta atracción; ¡no he dejado jamás de ser un iluso, lo reconozco….!
Mis 50 recién estrenados hacía dos meses y sus veintipocos, hacían estragos en el prólogo imaginado de la aventura de ciencia-ficción que mi deseo pretendía escribir al amor de la lumbre.
No sé si don Justo, por otro lado gran amigo mío, llegó a adivinar en algún momento aquel tonto romance; pero al tercer cigarrillo y consumido el coñac reglamentario que le había puesto en sus manos -liturgia repetida cada vez que venía a visitarme- tío y sobrina levantaron anclas y se despidieron con cierta premura argumentando la pronta caída de la noche y la nieve del camino.
Volví a encontrarme con aquella diosa en más ocasiones, pero aquel primer renglón de mi nueva fantasía me dio paso a escribir poemas y poemas, a cual más malo, a decir verdad……

Y en estas estaba mi recordativa cuando el médico me arrancó de ellas con un comentario que me estremeció.
-Juan, no estamos aquí para mucho tiempo. El tiempo ya no es cosa nuestra. Nuestro plazo se acabó hace dos horas y esto más que nada es un favor que nos hacen y que te hacen a ti también.

Me quedé mirándolos de hito en hito con el vaso de güisqui a punto de volcárseme. Los vi sonreír, con sus caras atezadas por el verano esperando digerir lo que don Justo acaba de decirme. Habíamos estado conversando de las calores y del incómodo clima que historiaba a nuestra querida población, de los veranos larguísimos e insoportables, tan lejos de la mar y de las brisas que por allí se divertían calmando de ardores y sudores a turistas y paseantes.
Fue entonces cuando me di cuenta que ni el médico ni el ayudante de la notaría habían fumado un solo cigarrillo durante el transcurso de la visita, cosa bastante extraña en ellos que no podían pasar más de 10 minutos sin tragar y expeler humos.

Estaban esperando algún tipo de respuesta por mi parte, allí tan quietos, tan irreales, tan felices a primera vista. Si don Justo había aterrizado con la cara larga, como con alguna carga de tristeza, ahora expandía aquella bonachura de rostro que tan feliz nos hacía a todos en sus momentos más felices, cuando las mil y una anécdotas salpicaban sus comentarios aquí y allá en las amplias reuniones en el casino de San Fernando.
Ana me encandilaba con la travesura de su media sonrisa, acariciándome con aquellos ojos capaces de enloquecer al más cuerdo. Mi cuerpo ardía con aquellos tres “ángeles” a la caída de la tarde de aquel día tórrido de verano, allí, en medio del silencio del campo, cerca de Dios, si es que Dios existe, en la paz más absoluta, con el alma dispuesta a partir a cualquier parte, con los sentidos y la fuerza a punto para la más disparatada aventura, preparados para embarcar en el barco más pirata y conquistar mares y cielos de porcelana azul bajo la enseña valiente de la total confianza, de la fe completa en nosotros mismos; si había que desalojar al mismísimo Cielo, allí estábamos los cuatro, prestos a la lucha y al amor…
Ana y yo formaríamos la pareja inspiradora de todo poema, de toda novela, de cualquier batalla, heraldos de la guerra a la infelicidad y a la desventura…
Pero algo muy dentro de mí me habló de que aquella “junta” al atardecer era del todo punto imposible.
La irrealidad y la noche ya en ciernes se estaban tragando el argumento de aquel cuarteto que ya jamás escribiría ni cantaría sobre el calor de otro verano juntos, como ahora, tal vez como siempre.

Una ráfaga de aire recalentado levantó con violencia las persianas de los dormitorios y la puerta de la casa se cerró con fuerza dando un estremecedor portazo.

-¡Joder! Pues no me he quedado en la calle….

Me dirigí a la puerta a ver si podía abrirla y así fue. Cuando me volví a mis acompañantes para mostrarles mi suerte, ya no estaban, ni ellos ni el coche que supuestamente les había traído. Los vasos de los que se habían servido estaban sobre la mesa, llenos, sin tocar. A lo lejos, la claridad azulina de un relámpago anunció el trueno, lejano, largo, que anunciaban la llegada de la posible tormenta.Caí sobre el sillón y contemplé las tres sillas vacías delante de mí.

Mi mente se negaba a recorrer el camino del presente y buscaba afanosa una explicación a lo que había sucedido apenas hacía unos minutos.
Todos tenemos ese especial temor a enloquecer, a perder la razón, a soltar los asideros con este mundo en donde nos plantaron a fuerza de mucho amor y de esforzados empujones. A pesar de que la temperatura había bajado considerablemente, empecé a sudar copiosamente mientras mi cuerpo temblaba como los hojas de los tilos cercanos ante la llegada del viento desatado de la cercana tormenta. Creo que mi llanto me ayudó a recuperar la cordura, a no caer en los negros estados en los que parece que lo pierdes todo y te sumes en los reinos demenciales de la locura.

No sé el tiempo que estuve así, escondido tras mis manos y refugiado en el llanto amargo de lo que comprendí ya era inevitable. Los rayos, el viento huracanado y los truenos jugaban a mi alrededor a ponerle un punto de variedad al verano manchego, pero cuando sonó el teléfono, yo ya lo sabía todo.

La voz angustiada de Laura me certificó la certeza; la oí llorar, desgarrada por el dolor y por el espanto; ante este tipo de sucesos todos reaccionamos igual; parece como si nos arrancaran de golpe del sueño de la vida y nos abocaran con suma violencia al otro sueño, al del adiós eterno que te abre puertas a estancias en donde parece que jamás hemos estado, o quizá, como hace ya tanto tiempo, ya no nos acordamos de haberlas habitado…
Venían de Cózar, de los toros, una curva, un camión, qué más da… Ha ocurrido ya tantas veces…

Yo me guardo las tres sonrisas de mis amigos, su manifiesta felicidad, su mensaje inequívoco de eternidad. Tras el llanto, me volví a servir otro largo trago de Jameson y con el vaso alzado al cielo desatado de la tormenta brindé por todos aquellos viajeros de la vida y de la muerte, por los hacedores de caminos sin retorno, buscadores de la fortuna y del oro del tiempo, desalojados de las mansiones de la felicidad y acobardados por el olvido, refugiados en la memoria de los amigos, ebrios de dolor y desventura, asomados a las cavernas de los sueños donde crecen los imposibles más bellos, tan poetas ellos, nosotros, todos.
Brindé por todos ellos y brindé por mí, porque ahora lo sé, jamás nos abandonarán….

(Courtesy of Shlevs, Prince of the stories)

1 comentario:

Anónimo dijo...

Un relato muy interesante y fenomenalmente escrito. Volveré a leerte, Prince.