Es lo que ocurre cuando la religión -cualquier religión- baja la guardia y entrega sus lugares de culto a aquellos que, desconociendo la profundidad de lo sagrado, se enfangan con algo que les es ajeno. Y claro, el resultado dista mucho de ser satisfactorio para todos aquellos que creemos que el espíritu de la religión requiere una cierta profundidad en la experiencia -ésta la suele dar el sufrimiento consciente; en definitiva, la vida larga e intensamente vivida- y un respeto por el misterio en el que estamos encarnados y que se manifiesta tras el velo de la imaginación que se alza en los templos y lugares de culto dedicados a la divinidad; cualquier divinidad. No hablo de creyentes y de no creyentes; después de todo, todos somos creyentes; todos tenemos un índice de postulados a los que adoramos y en los que tenemos depositada la fe más entrañable e íntima.
Hablo de la imaginación, del vuelo del espíritu y del reposo y asombro del alma que un templo -cualquier templo de cualquier religión- debe despertar en aquel o aquella que acude a sus estancias en busca de las respuestas que nadie encontró jamás, aunque las preguntas siguen siendo las mismas siglo tras siglo, milenio tras milenio.
Y desde luego y bajo mi punto de vista, el nuevo templo ciezano, ese juguete kitsch de caramelo y nata montada por donde revolotean las hadas menudas de lo liviano y de la superficialidad, no se asemeja en nada a lo que uno andaría buscando en el caso de querer orar al Dios oculto y escondido de los místicos renacentistas; ese Dios que reside en los entresijos de la vida común, en las cosas pequeñas y diarias, pero que sin embargo a través de ellas nos muestra nuestra insignificancia y nuestra inmensa pobreza, despertando en todos y cada uno de nosotros cierta perspectiva tolerante y amplia de miras con respecto a nuestros heroicos esfuerzos por conocer lo que no puede ser conocido, y convertirnos no obstante en aquello que no podemos ni sospechamos ser.
La religión y sus templos esconden su sacralidad al profano huero de imaginación – probablemente la enfermedad de nuestro tiempo, origen y causa de tanto sufrimiento emocional- y la muestran a todo aquel que se hace pequeño y humilde, a la persona que es capaz de sentirse impura pero inocente a la vez (la religión debe estar llena de paradojas; si no, se queda en ciencia y teología), viajera inmisericorde del infierno de Dante y habitante a veces de los estremecedores sótanos de Sade...
Quizá por eso, los hacedores de la iglesia ciezana, ignorantes de lo que esconde la cueva del misterio y de la imaginación que debe ser un templo, puros, etéreos, divinos y devotos al parecer de Agata R. de la Prada, se revistieron de una incomprensible autoridad axfisiada de vanidad y de egolatría y se pusieron manos a la obra dispuestos a volcar en el lugar todo lo que de intrascendente, vulgar y ramplón tienen estos tiempos grises. Así que vistieron de claridad cegadora el atrio y la luz se hizo: todo está nítido ahora, todo está explicado y Dios es tan pequeño y tan cercano como un dibujo animado.
El lugar es tan limpio, tan mono y tan aséptico, que juraría que allí mismo se podría montar un quirófano en donde poder operarnos del corazón enfermo del que tanto nos condolemos en estos tiempos.
Saldríamos todos curados, con el plástico latiendo en nuestro pecho y un pirulí de menta y fresa en la boca.