A veces ocurre que al atardecer de uno de estos días de otoño, con la premura conque la oscuridad acosa a la breve claridad diurna que nos concede la estación, ir
a ver pasar trenes puede convertirse en algo así como la relectura de aquel libro que nunca dimos por cerrado, que sigue abierto en el atril del deseo como una herida que se resiste a cicatrizar....
Establecido
ya en mi séptima década de vida y estando en el lugar en el que me encuentro, la estación del tren de mi pueblo, inevitablemente mi memoria revive las entradas y salidas, pausadas, de aquellos monstruos
de hierro y humo negros con su chisperío de carbón abrasado que estacionaban sus inmensas moles junto al anden de la estación, dando tiempo para saludos, abrazos, llantos y despedidas de los que venían
y de los que se iban.
Pero hoy en día los convoyes pasan raudos, como mis días, que vienen de la luz lejanísima de mis años mozos y se sumergen, y yo con ellos, en esa noche última de amanecer incierto que se nos echa encima con sigilo, discreción y una pesada carga de nostalgia, tal como debe ser.
Pasa el último tren del día como un escalofrío eléctrico que apenas modifica el paisaje de la tarde y entonces, justo después de su alborotado paso,
te sitúas en el andén ya vacío y sientes el silencio apenas distraído por una suave brisa que arrastra alguna hoja seca caída de algún balcón del tiempo; es un silencio que
habla de gentes a las que abandonaron las palabras y los cantos, estampas de aquel interminable verano de nuestras vidas, cuando los trenes llegaban, se detenían y podíamos tomarlos o no, sin prisas, dispuestos
a penetrar en la aventura errática de nuestra existencia con la inocencia y el vigor de los pocos años en la mochila que portábamos sobre nuestras casi recién estrenadas espaldas, tan escasos de
miedos, mas llenos a tope de ilusiones.
Mira, a propósito de estaciones y de trenes, de miedos e ilusiones, te voy a contar algo que me ocurrió hace escasos días, cuando una tarde y aprovechando que
el tiempo de este otoño tardío aún era bueno, cogí mi auto y me fui a a recibir y a despedir al último tren del día....
Apenas eran las seis y media, pero la tarde se desvanecía ya entre la bruma fría que se aposentaba sobre el andén desierto y las solitarias vías del ferrocarril. Los pocos pero enormes eucaliptos que adornaban el lugar iban poco a poco alargando sus sombras, y hasta el parlamento de los pajarillos que habían dado vida a los alrededores mientras el sol brillaba, fue cesando hasta llenarlo todo de un silencio al que solo la escasa brisa vespertina ponía su débil eco.
La noche cerraba sus puertas a las postreras luces del día y en el cielo ya alumbraban algunas estrellas. Era hora de regresar, así que me encaminé al coche y mientras terminaba con la bolsa de papas que llevaba en la mano y que me había comprado por la mañana en el restaurante en el que había almorzado, saqué el paquete de tabaco y encendí un cigarrillo.
-Feo vicio, amigo- me reconvine en voz alta a mí mismo, aunque con nulas esperanzas de hacer algún propósito de enmienda
Mientras apuraba el cigarrillo, me detuve por unos instantes contemplando el silencioso paraje al que mis pasos -o mi coche, para ser más exacto- me habían llevado aquella tarde de nostalgias y recordativas varias. Las pocas farolas que por allí había, hacían su amarillento y mortecino hueco de luz en aquella oscuridad creciente. La soledad y el silencio imponían su ley en aquel lugar a aquella hora primera de la noche.
Vi mi sombra en el asfalto al acercarme al vehículo y un ligero escalofrío me recorrió la espalda. La temperatura había bajado ostensiblemente, pero era algo más. Sabía que me esperaba un hogar en donde los fantasmas del pasado hacían eco a mi memoria; todos se habían marchado hacía meses, cada uno a su labor, a sus vidas, y ya unicamente mi voz cuando hablaba solo y el soniquete machacón de la tele, rompían el silencio.
Entro en el auto y me busco la llave del encendido en el bolsillo de la chaqueta.A esto veo que llega un coche que aparca justo a mi lado.
En su interior, un chico de veintipocos años me mira sonriente; yo le correspondo si saber porqué. Meto la llave dispuesto a girarla para arrancar y salir de aquel apuro.
A los solitarios no nos gustan los encuentros inesperados, sentimos cierto pudor cuando nos encontramos con personas de nuestro mismo club; es como ver el gris de una vida en los ojos del otro como si de un espejo se tratase, así que inicio la maniobra de prender el motor y huir, pero la llave girada no logra su propósito y el motor no se mueve.
Un único «click» me hace pensar que es cosa de la batería. Un terror frío empieza a recorrerme la espalda..
Miro de nuevo al chico que me sigue sonriendo, le respondo yo también con una media sonrisa muy forzada que supongo no logra disimular la creciente angustia que me embarga en ese momento.
Vuelvo a intentar de nuevo poner el motor en marcha, pero este sigue sin responder; hace «click», y eso es todo, amigo; tiene toda la pinta de ser cosa de la batería, me digo...
- Joder, joder, joder...¡Pero si apenas hace un mes que la cambié..!
Miro a mi extraño compañero e intento transmitirle mi impotencia, y al instante observo con inquietud que el joven sonriente se baja de su coche y a través de la ventanilla le oigo pedirme permiso para entrar en el mío; le respondo con un gesto asertivo con mi cabeza, entra en el vehículo y se me sienta al lado.
- Hola, ¿qué tal? - me dice.- Parece que estás en problemas, ¿no?
- Hola, pues sí, eso parece...Vaya mala suerte... con la hora que es y lo lejos que estoy de mi casa...
- Okay, tranquilo, verás como sales de esta también -me dice mientras extiende su mano como indicándome que le de la maldita llave del coche. Por unos pocos segundos dudo si entregársela o no; finalmente accedo a su petición. A continuación veo cómo el chico acoge mi llave en sus manos haciendo un cuenco con ellas, acerca su boca a dicho cuenco y le insufla su aliento varias veces. Acto seguido me la devuelve, siempre con su sonrisa pintando su rostro.
- Prueba ahora -me dice devolviéndome la llave.
- ¿Estás de coña o qué? -le digo
- Venga, inténtalo otra vez; no pierdes nada con hacerme caso, ¿no?
Es una situación absurda, completamente surrealista, me digo. En aquel lugar solitario, lejos de mi destino, a aquella hora de la creciente noche, un individuo trata de arrancar mi coche con el extraño procedimiento de echarle un poco de su aliento a la llave del motor.
Dudo si estoy realmente despierto o no; la oscuridad debilmente taladrada por las pocas farolas del lugar, la soledad, el silencio, todo contribuye a que aquello me parezca el escenario de un paisaje onírico del que seguramente despertaré por la mañana...
Sin embargo y sin saber por qué, hago lo que me dice sin mucha o ninguna fe en su palabra. Introduzco la llave, la giro y ¡válgame el cielo, el coche arranca!
- ¡Joder, tío! ¿Cómo...cómo demonios lo has hecho?
- La verdad es que no ha sido demasiado difícil -me dice con su invariable sonrisa pintada en su boca.- Has confiado dos veces en mí, un extraño, aquí, en medio de la nada, tú, una persona muy asustadiza al parecer...
- ¿Dos veces dices? No te entiendo...
- Sí, dos veces. Una, dejándome entrar en tu coche, a mí, un joven desconocido y siendo tú un hombre ya mayor..
- Bastante mayor, digamos -le interrumpo
- Exacto, aunque no demasiado, creo.. En fin, digamos que eres un hombre probablemente más cercano a la ancianidad que a la juventud, ¿me equivoco?
- En absoluto -le respondo
- Y por eso mismo, teniendo en cuenta lo que se habla ultimamente por ahí del peligro que existe en este mundo en el que vivimos, a estas horas y en un lugar solitario, ¿verdad?
- Pues sí, en estos tiempos tan cambiantes no estamos seguros...Ancianos, mujeres y niños, sí; todos hemos visto la peli del barco ese que se hundió -intento bromear- ¿Y la segunda prueba de confianza?
- Llámalo fe, me gusta más -me corrige con su sempiterna sonrisa
Mi acompañante circunstancial hace una pausa, me mira ahora con seriedad y termina su parlamento poniéndose sus manos delante de su boca tal como había hecho hacía escasos momentos y exhala de nuevo su aliento.
- Porque has confiado en mí. Amigo, podríamos decir que tu fe te ha salvado. Seguro que te suena la frase, ¿verdad? -me suelta mientras recupera la sonrisa
Acto seguido se baja de mi coche, y poniéndose al volante del suyo sale del aparcamiento. Contemplo como hipnotizado las luces rojas que se alejan hasta que tras una curva las pierdo de vista.
No sé el tiempo que estuve así antes de abandonar yo también el lugar, tratando de coordinar mis pensamientos, darles un sentido, una ilación, buscando una respuesta lo más racional posible a todo aquello que me había sucedido aquella tarde noche en la que fui a la estación, con el único propósito de ver llegar y marcharse al último tren del día.
Sólo la magia me dejó satisfecho
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