Las relaciones de pareja con seres mitológicos suelen acarrear grandes desgracias, sobre todo para el mortal, incapaz de adaptarse a los tiempos de la eternidad, así como al temperamento y el carácter de las hembras sobrenaturales.
Los mitos nórdicos nos hablan de una extraña pero fascinante especie de hadas conocidas como Skogsfru, muy temidas en las tradiciones populares pero añoradas durante el romanticismo, quien vio en ellas un símbolo de las urgencias del amor y del deseo que consume a sus devotos.
Las Skogsfru tienen la apariencia de una hermosa mujer con largo cabello castaño recogido en una trenza. Este es el único atributo que comparten. Pueden, de hecho, cambiar su aspecto a voluntad, e incluso asumir formas tan fantásticas como aterradoras; salvo modificar la forma del cabello, que siempre se mantiene inalterable.
Las Skogsfru solían rondar especialmente por las zonas rurales. Algunas prefieren acechar a sus víctimas desde la familiaridad de sus bosques, protegidas por los árboles. Otras, en cambio, se aventuran en las aldeas y acechan a los hombres jóvenes mientras los mayores se encuentran trabajando el campo.
Normalmente las Skogsfru utilizan su belleza natural, o mejor dicho, exquisitamente antinatural, para subordinar a sus presas masculinas; y casi siempre lo consiguen sin mayores esfuerzos. No obstante, en ocasiones las cosas se complican horriblemente.
Al parecer, las Skogsfru encuentran irresistible la energía vital de ciertos hombres, y se alimentan de ella. A cambio, ellas ofrecen un encuentro amoroso incomparable, pero al mismo tiempo tan perturbador que el mortal, una vez vaciado de fuerzas y fluidos, es presa de una melancolía tan honda que normalmente lo conduce a la locura y al suicidio.
En algunos casos, por cierto, extraordinarios, las Skogsfru llegan a enamorarse sinceramente del hombre mortal; y no permiten que pierdan la cordura aún en los momentos más críticos de sus caricias blasfemas.
Estas relaciones entre un hada y un hombre mortal suelen culminar en un desencanto absoluto. Sin embargo, contrariamente a lo que ocurre en muchas historias de amor entre hadas y mortales de la Edad Media, las Skogsfru nunca secuestran al hombre para llevarlo a su reino encantado; en parte porque tal reino no existe, al menos para ellas, y en parte porque desean asumir los hábitos de la vida secular.
El problema radica en que las Skogsfru son hadas salvajes: viven a la intemperie, alimentándose de musgo e insectos, durmiendo en cuevas o viejos árboles roídos por el tiempo, y casi siempre se sienten incómodas en el calor del hogar humano.
No importa cuánto amen a sus varones mortales, tarde o temprano las Skogsfru siempre regresan a la humedad de los bosques. El hombre abandonado nunca se recuperará de la pérdida.
Se dice que quien ha besado a una hada ya no deseará otros labios, ni tendrá pensamiento alguno que no incluya aquello que ha extraviado. Poco a poco irá perdiendo el apetito; su porte se volverá decrépito, raquítico, su piel se secará sobre los huesos hasta que el corazón, ya exhausto, invite al espíritu a desalojar el cuerpo.
Algunos explican este final trágico como una consecuencia lógica de aventurarse en los brazos de un hada; aunque rara vez se aclara si este estado deplorable es un tributo justo para un amor semejante.
En cierta forma, perder un gran amor es como asistir al funeral de uno mismo. Una parte nuestra se ha ido, pero su ausencia a menudo reclama un largo tributo de nostalgia, de dolor, de íntima sabiduría. Si regresa será una fantasmagoría, una aparición fatua que nos recuerda vagamente al original; y nosotros, apenas un otro que insiste en repetir la teatralidad de los espejos.
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