El soñador salió de casa después de apurar el sagrado rito del té de aquella hora y se internó en el jardín, tal como venía haciendo todas las tardes cuando la luz del crepúsculo anidaba ya sobre las copas de los árboles. Sabía que su tiempo era breve, que cuando Elisa y los niños estuvieran de vuelta a casa su mágico momento habría acabado, por lo que se dio cierta prisa.
Buscó la hamaca, la puso en el ángulo de dicha que las sombras dibujaban bajo la higuera y entornando los ojos se sentó y esperó....Pronto divisó a lo lejos una figura humana que se acercaba por el prado; al momento supo muy bien de quién se trataba. La holgada falda al viento del véspero hacía de bandera escribiendo en el aire fresco de la hora un aroma de felicidad dedicada sólo a él, el amante que nunca había faltado a la cita día tras día durante los últimos 45 años. De aquel maravilloso cuerpo había nacido Elisa, su única hija, el refugio para su vejez.
Por un segundo adivinó la presencia de un niño de muy corta edad en los brazos de la mujer, pero enseguida la imagen se desvaneció; a veces ocurría y sentía como si su corazón se encogiese de pronto y fuera a dejar de latir...Hubo un ser que no vino a este mundo sino para llevársela a ella y ambos partieron desde la clínica en la que debería haberse alumbrado una nueva alegría en la familia; sin embargo, un dios de corazón ciego y de oídos sordos al padecer humano, quiso que cuna y sepultura nacieran en la misma jornada. Pero aquello ya pasó, ya pasó, se dijo mientras la mujer se le aproximaba hasta llegar donde él.
Como cada tarde, la dama se arrodilló delante del soñador y éste alargó sus manos y las depositó con dulzura sobre sus cabellos, y así estuvo mesándoselos durante un buen rato; los ojos de ambos concentraban todo el presente en ellos mismos y en esa mirada yacía el amor que no pudieron agotar en vida. Juntaron los labios los dos amantes y el beso duró lo que el sol tardó en bajar por el cielo anaranjado hasta que sus bordes quemaron el horizonte.
Luego oyó como si alguien lo llamara desde muy lejos; serían Elisa y sus nietos, Adrián y Celeste. Sabía que la estancia en aquel lugar tan querido de su cerebro había llegado a su fin e hizo un esfuerzo para levantarse de la hamaca; sus 78 años hacían de su cuerpo un pesado lastre para sus ya menguadas fuerzas, por lo que posiblemente necesitaría la ayuda de su hija para incorporarse del todo; como cada tarde. Pero hoy no pudo hacerlo, los brazos fuertes de Elisa tampoco.
Fue un instante de lucidez o de locura, pero mientras Elisa trataba de incorporarlo, bajó la vista y vio que aquella presencia tanto tiempo añorada y deseada aún estaba allí, de rodillas frente a él, agarrándole las manos al anciano que con suave temblor le acariciaba ahora la cara y el cabello, tratando de impedirle de alguna forma que se marchara, como cada tarde.
Y tal vez como muchas veces había temido, en aquella hora decidió que no, que no iba a levantarse, que seguiría amasando los cabellos a la mujer que ahora refugiaba su rostro en su regazo con la sonrisa de la felicidad perdida aquella mañana aciaga en la clínica, cuando él le prometió en suave susurro al oído: No temas, Carla, jamás te abandonaré, jamás.....
Y tal vez como muchas veces había temido, en aquella hora decidió que no, que no iba a levantarse, que seguiría amasando los cabellos a la mujer que ahora refugiaba su rostro en su regazo con la sonrisa de la felicidad perdida aquella mañana aciaga en la clínica, cuando él le prometió en suave susurro al oído: No temas, Carla, jamás te abandonaré, jamás.....
(La imagen que acompaña al texto es de Tomek Setowski)
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