Ayer noche volví a ver el film genial de Mario Camus Los Santos Inocentes...
Pocos episodios del cine me han puesto los pelos como escarpias, pero aquel en el que Azarías llama a su milana bonita, desesperado, abrumado por la marcha de su mascota, aterrorizado por la soledad naciente en cuyas fauces el pájaro lo había puesto tras su huida, soledad de soledades del idiota, tan humano, tan cercano, aquella escena debió parecerle a su primigenio creador, a Delibes, como que Rabal acababa de reescribir Los Santos Inocentes dejándole a él con las mieles/hieles del que se sabe personaje secundario de la genialidad, como Don Quijote hizo con Cervantes, Hamlet con Shakespeare y tantos otros.
Paco Rabal, nuestro murciano más genial, en aquel film rehabilitó con su descarada carnalidad al subnormal de los carnavales de pueblo, al tonto siempre dispuesto a que salvemos nuestra irracionalidad a través de nuestra culpable mirada comparativa, aupando al pedestal de las vanidades nuestra cordura y nuestras mañas en el buen vivir.
Quede con este comentario a vuelapluma y a tropezones mi personal homenaje al actor que me reconcilió con mi ignorancia y con mi torpeza, que es la de todos.
Por eso sólo Azarías, el imbécil desterrado de la cultura que se enjuagaba las manos con su propio orín, supo imponer la justicia al señorito burlón, tan listo y tan mañoso en el vivir como tan tosco en el morir, declarando la venida del Reino de la Inocencia en cuyo trono sólo se sientan los tontos, los niños y los que nada tienen, excepto su idiotez idílica y su utilidad social a las caridades y a los abusos.
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