La invisible mano de aire del viento
descorrió la cortina de las nubes,
y una Hécate desnuda y pálida dejóse ver
acudiendo finalmente a la cita.
La noche se lo anunció al río y este espejeó
con la luz tenue de la aparecida.
Un amor oscuro e invisible rizó las aguas
y violetas negras surgieron
al compás de tristísimas melodías.
El silencio se pobló de fantasmales presencias
y en la soledad de aquellas horas,
un poso de amor mago y antiguo
cubrió el lugar de palabras jamás oídas y de caricias
que sólo los amantes ausentes sienten y comparten.
La noche recibió el abrazo de la diosa
y el río fue testigo de aquella arcana ceremonia.
Poco después el fuego celoso del amanecer
apagó el idilio nocturno con su ardiente presencia.
La noche se refugió en su memoria de sombras,
el río rompió con sus luces de agua el día
y Hécate rodó por los cielos, bajó por la mañana
hasta perderse por el horizonte, huyó del fuego
que la ocultaba y esperó, confiada y soñadora,
a que las rosas rojas del atardecer
la vistieran de nuevo con el oscuro rubor
de la amante que se sabe deseada,
con el río como testigo con su memoria de agua.
Bajo el manto de la noche e incrustados en ella,
la diosa vio cruzar la negra cúpula con su ancestral galope
a un sinfín de caballos minerales enjaezados de estrellas.
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