miércoles, 8 de mayo de 2024

Estad en vela


 

Se había despertado en plena madrugada y sintió que el sueño había huido del lecho, así que sin saber qué hacer a aquella hora intempestiva de la noche, se sentó en la cama mientras contemplaba en silencio los cientos de ventanas de los edificios que tenía enfrente.

Muchas de aquellas ventanas estaban iluminadas, lo que le hizo pensar que posiblemente tal como a ella le había ocurrido, el insomnio les había sorprendido en mitad de la noche despabilando a gentes que no teniendo otra cosa que hacer ante la imposibilidad de volver a conciliar el sueño, se hallaban ahora como ella sentados en sus lechos contemplando la multitud de luces de las otras ventanas de los edificios cercanos.

Una rara sensación de irrealidad le llenó por unos instantes.. «Nos vigilamos, yo a ti y tú a mí; somos testigos en vela del momento; aquí estamos, tú, yo y todos, esperando volver a sumirnos en la inconsciencia, esperando que el dios del sueño acuda a nuestra alcoba y nos meza en sus brazos...»

Los habitantes de aquella bizarra colectividad nocturna se observaban sin ser vistos desde la distancia amparados en la oscuridad que resguardaba su absoluto anonimato, pensando los unos en los otros, imaginándose formas, figuras, rostros, intentando adivinar qué pensamientos, sentimientos o emociones adornaban su desvelo.

«¿Cómo me piensas, qué forma me das?». Su mirada recorría las ventanas con luz y un misterioso halo de descubrimiento se abría poco a poco en su interior. «Tú eres el Otro y yo lo soy para ti, el desconocido, la desconocida, tan lejos tú de mí y yo de ti, y sin embargo tan cerca, ¿verdad?»

Muy probablemente a muchos de ellos y ellas se los había cruzado cada día por la calle, en los pasos de peatones, en el super, en la peluquería, pero nunca se había detenido a hablarles, a dedicarles un «buenos días o buenas tardes o noches»; eran personajes anónimos que conformaban su paisaje urbano diario pero a los que casi nunca les había prestado un mínimo de atención, actitud mutua que todos compartían entre todos a todas horas, todos los días...

Pero ahí estaban, todos ellos, yo con ellos y ellos conmigo, sin tener conocimiento de que nuestros ojos, los míos y los suyos, escudriñaban al vecino y quizá entonces todos, ellos y yo, estábamos dedicándonos por vez primera a descubrirnos, a saber que «ahí afuera» hay gentes huérfanas por una noche del sueño que nos descansa, nos oculta, nos evade, nos refugia y nos entrena para eso que algunos califican como El Gran Silencio.

Por eso le sorprendió cuando de pronto y desde el silencio de aquella hora en la que extrañamente la vigilia había apartado al sueño, se vio a sí misma hablándoles a todos ellos con palabras que le surgían desde muy dentro.

Sus labios apenas se movían y las palabras salían de su boca como por ensalmo, suavemente, mezcladas con silencios dulces que en algún lugar muy dentro de ella, un lugar muy suyo y desconocido hasta ese momento, algo muy íntimo de cuya existencia nunca antes había sospechado siquiera estaba deleitándose de aquel íntimo discurso con un placer cercano al éxtasis que la inundaba hasta las lagrimas.

Eran palabras nacidas de un amor extraño del que jamás antes fue consciente, que pretendía llegar a todos aquellos que envueltos en la luz tenue de la madrugada y sentados en sus lechos, despiertos, estaban viviendo y compartiendo el singular hecho de estar comunicados por un mismo sentimiento a través del aire insomne que recorría la noche.

Una sensación de intimidad, de pertenencia, de vidas compartidas en definitiva se instaló en su pecho y el corazón respondió con latidos más acelerados y profundos.

El amanecer abrió sus puertas a un nuevo día y Elsa salió a la calle como todos los días a desayunar en el bar de la esquina, al trabajo, al trajín diario al que malamente estaba acostumbrada.

Pero ya todo no era igual.

Alguien pasó por su lado, lo miró fijamente a los ojos y le estampó un sonoro «buenos días». Quizá he sido un poco brusca, se dijo. Al instante, una amplia sonrisa se dibujó en su boca. Un primer paso, se dijo, un escalón subido. Seguro que quedaban más, muchos más, pero empezar a subir es ya un poco como haber alcanzado la cumbre, se dijo.

 

 

miércoles, 1 de mayo de 2024

El eterno presente

La visión mística - Erwin Schrödinger, Premio Nobel de física:

La situación concreta que se describe a continuación podría ser sustituida por cualquier otra con idéntico resultado; no tiene otro objetivo que hacernos ver que hay situaciones que necesitan ser experimentadas, y para las que no resulta suficiente un puro conocimiento conceptual.

Supongamos que estoy sentado en un tronco junto a un sendero en una región de alta montaña. Estoy rodeado de laderas cubiertas de hierba, de las que emergen aquí y allí abruptamente algunas rocas; en la ladera opuesta del valle diviso un pedregal entreverado escasamente de arbustos de abedules. A ambos lados del valle, la vegetación trepa en pendientes escarpadas hasta alcanzar la línea de pastos donde cesa el arbolado; enfrente, remontándose desde las honduras del valle, se yergue poderoso un pico, de cuya cumbre desciende un glaciar entre suaves hondonadas cubiertas de nieve y agudas aristas rocosas, que en este momento acarician, tiñéndolas de un suave color rosa, los últimos rayos del sol poniente, destacándose todo ello en maravilloso contraste sobre el fondo azul, pálido y transparente, del cielo. Según la forma ordinaria que tenemos de ver las cosas, todo eso que estoy viendo ha estado ahí durante miles de años antes de ahora, fuera de algunos cambios sin importancia. Dentro de algún tiempo, no mucho, yo habré dejado de existir, y esos bosques, esas rocas y ese cielo seguirán estando ahí más o menos igual durante miles de años después de que yo haya desaparecido.

¿Qué es lo que me ha sacado de la nada de un modo tan repentino, a fin de gozar por tan corto rato de un espectáculo al que resulto absolutamente indiferente? Las condiciones que han permitido que yo exista son casi tan antiguas como las rocas que contemplo. Durante miles de años, me han precedido otros hombres que se han esforzado, han sufrido, han engendrado, y otras mujeres que han parido a sus hijos con dolor. Tal vez hace cien años estuvo aquí mismo sentado otro hombre, y como yo, estuvo mirando a esa luz feneciente reflejarse en el glaciar, sintiéndose entre nostálgico y sobrecogido en su corazón. Como yo, había sido engendrado por un hombre y había sido parido por una mujer. Había sentido penas y breves alegrías en su vida, como yo mismo. ¿Era alguien distinto de mí? ¿No era tal vez yo mismo? ¿En qué consiste mi yo? ¿Qué condiciones fueron necesarias para que lo concebido esta vez fuera yo, justamente yo y no otro? ¿Qué significado científico claramente inteligible puede realmente corresponder a ese “otro”? Si mi madre hubiese vivido con otra persona distinta de mi padre y hubiese tenido de él un hijo, y mi padre hubiese hecho otro tanto, ¿habría yo llegado a ser? ¿O es que acaso vivía yo ya en ellos, y en los padres de mis padres, y así sucesivamente, desde hace miles de años? E incluso si fuera así, ¿por qué yo no soy mi hermano, o por qué mi hermano no es yo, o no soy yo alguno de mis primos lejanos? ¿Qué es lo que justifica el que nos empeñemos tan obstinadamente en descubrir esa diferencia - la diferencia entre mi propio yo y los demás - cuando objetivamente lo que hay en todos es la misma cosa?

Al pensar y ver las cosas de esta manera, es posible que de pronto caigamos en la cuenta de la profunda verdad que alberga la convicción básica del Vedanta: no es posible que esa unidad de conocimiento, de sentimiento y de decisiones a la que llamamos el propio yo haya saltado de la nada al ser en un momento dado hace apenas un poco de tiempo; más bien, ese conocimiento, sentimiento y decisión son en lo esencial eternos, inmutables y numéricamente unos y los mismos en todos los seres humanos, más aún, en todos los seres dotados de sensibilidad. Pero no en el sentido de que cada uno de nosotros sea una parte o una porción de un ser infinito y eterno, o un aspecto o modificación del mismo, como en el panteísmo de Spinoza. Porque entonces seguiríamos topándonos con la misma pregunta embarazosa: ¿qué parte o qué aspecto soy yo? ¿Qué es lo que objetivamente me diferencia de los demás? No es eso, sino que, por inconcebible que resulte a nuestra razón ordinaria, todos nosotros - y todos los demás seres conscientes en cuanto tales - estamos todos en todos. De modo que la vida que cada uno de nosotros vive no es meramente una porción de la existencia total, sino que en cierto sentido es el todo; únicamente, que ese todo no se deja abarcar con una sola mirada. Eso es lo que, como sabemos, expresa esa fórmula mística sagrada de los brahmines, que es no obstante tan clara y tan sencilla: Tat twan asi, eso eres tú. O también, lo que significan expresiones como: “Yo estoy en el este y en el oeste, yo estoy encima y debajo, yo soy el mundo entero.” Podemos, pues, tumbarnos sobre el suelo y estirarnos sobre la Madre Tierra con la absoluta certeza de ser una sola y misma cosa con ella y ella con nosotros. Nuestros cimientos son tan firmes e inconmovibles como los suyos; de hecho, mil veces más firmes y más inconmovibles. Tan seguro como que mañana seré engullido por ella, con igual seguridad volverá a darme de nuevo a luz un día para enfrentarme a nuevos trabajos y padecimientos. Y no solamente “un día”: ahora, hoy, cada día, me da a luz continuamente, no ya una vez, sino miles y miles de veces, lo mismo que me va devorando miles de veces cada día. Porque eternamente, y siempre, no existe más que ahora, un único y mismo ahora; el presente es lo único que no tiene fin.”