Venía yo de mi retiro lector por la carretera, cuando me encuentro casi en medio de la calzada a dos bultos que, luego que me fui acercando, vi que eran dos perdices.
De todos es sabido que las perdices son aves sumamente asustadizas, que con nada que huelan y perciban la presencia humana echan a volar con su ruidoso batir de alas; eso es lo que creí que harían conforme me iba aproximando a ellas, pero no.
Aminoré la marcha con el ánimo de no asustarlas, que uno no sólo respeta a las aves, esos prodigios naturales que desafían la tiránica ley de la gravedad alzándose sobre el suelo, sino que también las admira; quizá sea por eso mismo, porque con su vuelo vencen la condena de nuestra esclavo avanzar pasico a pasico, mientras ellas desprecian todo muro o frontera que tanto nos separa y nos limita el movimiento.
Así que lentamente paso por su lado mientras ellas avanzan a pata, nunca mejor dicho, hasta cruzar la carretera, la una delante, como indicándole el camino a la otra, con paciencia y con valor y poniendo su vida en riesgo, ya que mi coche apenas distaba unos escasos dos metros de la pareja.
Me doy entonces cuenta de que la perdiz que caminaba a unos centímetros detrás de su guía, como que le costaba cierto esfuerzo seguirla; se le notaba enferma, disminuida en sus energías, y que a duras penas podía seguir a su compañera...o compañero, vaya usted a saber...
Y entonces comprendí que la generosidad, el irracional amor, el cuidado de tus semejantes, no es unicamente privativo de los humanos, sino que también anida en el corazoncico tamaño piñón de aquellas dos avezuelas, que con toda parsimonia y esfuerzo, se ayudaban la una a la otra a seguir respirando vida a pesar de que los cañones de las escopetas de los cazadores, con la veda abierta, escupían pólvora, plomo y muerte por los montes aledaños.