La noche ya le pisaba las horas a la tarde. Paseábamos de vuelta a casa por el ancho y espacioso paseo del lago, con el ultimo sol rielando entre el espeso follaje del cercano bosquecillo del parque justo a nuestra izquierda.
Alguna ráfaga de viento desprendía hojas de los altos plátanos y abedules, lo que nos recordaba que a pesar del buen ambiente, el verano hacía días ya que había dado paso al otoño.
Era muy agradable recorrer aquel largo sendero del parque de regreso al hogar, con el rumor del agua a un lado y el bulle bulle lleno de vida de los pájaros al otro, después de otra jornada agotadora pero feliz en resultados; mientras caminábamos por el amplio y solitario bulevard, la paz lo llenaba todo.
Karen se agarró a mi brazo y sin decir palabra alguna, compartió conmigo aquel silencio natural en donde lo humano, a menos que callara con la boca y el pensamiento, parecía estar de más; era una invitación muy especial de aquella hora mágica en aquel sitio no menos mágico, por lo que andando sin prisas y con el corazón latiendo quedamente, únicamente nos quedaba ejercer la sumisa contemplación, ver los colores apagados de la vieja tarde, los relieves quedos de las cosas, escuchar el ir y venir de las olitas rompiendo en la playa y el discurso pequeño y brillante de las aves; disfrutar, en suma, de la sinfonía verde ocre de las hojas del cercano bosque sintiendo y aspirando la pureza del aire, su natural fragancia, caminando de vuelta al hogar, en paz.
Pensé en todo aquel regalo que la vida nos estaba ofreciendo en ese instante y me detuve. Quise atrapar de alguna manera el presente en el que estábamos, hacerlo eterno, quedarme así, allí, con Karen a mi lado, con el tiempo detenido en nuestros sentidos.
Había unas escaleritas de piedra que bajaban al lago y en uno de sus peldaños nos sentamos. Le di un buen trago a mi botellín de agua y saqué el tabaco. Abrí la cajetilla, ofrecí a Karen un cigarrillo, yo cogí otro, les prendí fuego a ambos y aspiramos profundas caladas echando humos por nariz y boca como corresponde; locura, diréis, y no os lo negaré, pero en las celebraciones humanas la irracionalidad no siempre está ausente.
No era momento del examen conductual, mucho menos moral, sino de añadirle placer al placer de ocupar aquel lugar en el espacio y en el tiempo, y los hay como nosotros que en el fumar lo encontramos, y con ello celebramos eventos como aquella hora infinita, verdadera joya para el recuerdo...
Me pregunto desde hace algún tiempo qué son y de qué materia están hechos los recuerdos, cuál es su utilidad y si la memoria los guarda con fidelidad, o si más bien se van ajando y desdibujando en la galería entrópica del tiempo, componiéndose entonces imágenes y sonidos hechos de retazos de lo que realmente sucedió y que ya tienen muy poco que ver quizás con lo que de veras ocurrió.
Quizá pasado un tiempo, todo se diluye, excepto tal vez las pinceladas maestras de aquel cuadro que pintamos con el deseo o el temor, y que ya son pálidos reflejos de lo que alguna vez sucedió...
Recordar es práctico, útil, necesario para vivir. La memoria es como un mapa de lugares, personas y acontecimientos con las rutas ya trazadas por vividas, y que en muchos modos nos ayudan a vivir el presente, con la lección del pasado superada - o no, como suele pasarnos- y previniendo el futuro más o menos cercano. Datos, fechas que celebrar o maldecir, rostros a los que nombrar, números que nos identifican...Todo eso es cierto, sin embargo yo hablo del recuerdo del sentimiento; esos retazos de memoria que quedaron de aquellos minutos, horas, quizá días, en los que sentiste la sangre bullir por tus venas con especial velocidad al ritmo del gozo que experimentabas en ese instante, del estado de bienaventuranza en el que vivías sin pensar casi en qué ocurría a tu alrededor, tan obcecado estabas en sentir que el universo y tú girabais al unísono como un único cuerpo, compartiendo la misma alma, idéntico destino...¿Qué propósito tiene todo ese lote de pasados momentos de plenitud si no es el olvido, o peor aún, la nostalgia que se acrecienta con los años mientras los revivimos?
El gozo de sentirte pleno, feliz, te hace avaro, te despierta el miedo a la pérdida de ese instante y por un momento ese trozo de tiempo del que disfrutas se te vuelve amargo ante dicha amenaza...
(Continuará)