Son las 11’30 de la mañana y vienes de Mercadona cargando dos bolsas. El
calor ya aprieta a esa hora y mientras vuelves a casa, en ese kilómetro
escaso que tienes que andar buscando las sombras escaqueadas de los
edificios, sudoroso, cansado, con las fascia plantar aullando, detrás de
la asfixiante mascarilla que sabes no puedes quitarte, sólo piensas en
una cosa.
Llegas por fin a casa; descargas los bultos, te pones fresco,
agarras el espray de los chinos y te rocías profusamente la cabeza con
agua; luego vas al congelador del frigo, sacas un vaso que ya te habías
reservado previamente, coges un bote de Estrella, lo destapas, enchufas
el ventilador y delante de él escancias la birra en el vaso helado; y
bebes, despacio, saboreando el momento…
Ese primer sorbo es el escalón
previo al Paraíso.
Vuelves a llenar el vaso, te tomas otro trago y te
sientas a hablar con el mismísimo Dios. Ha costado llegar al Cielo, pero
esa mañana lo has conseguido.