Me dice
mi querido amigo Pedro Luis Almela, en apresurado pero muy inspirado guasaps sobre mis vacacionales artículos
de las últimas semanas, que está bien, que vale, pero que la próxima vez “me hablas –dice él con sus palabricas azules muy bien puestas unas detrás de
otras- de La Manga, de mi novia resalá, de sus olas
besando playas, de sus cielos azules abrazando sus dos mares, del perfil amable
de su brisica, de sus birras frescas entre dos aguas, de sus amaneceres
venturosos, de sus atardeceres placenteros a sol puesto, de su ancestral
canción depositada pentagrama a pentagrama sobre sus arenas, del piropo
continuo de sus pájaros hacia sus mujeres
paseantes arriba y abajo luciendo pieles sabrosas, tan llenas de vida y
de desesperanza (al menos para mí, o sea para él…dice).
Y continúa: “Recuérdanos a los ciezanos que vivimos en el barbecho eterno casi de este secarral sin historia ni cuento, sea o no chino, qué gozo se paladea cuando te tiendes bajo el oasis de la sombrilla mientras ves, oyes, palpas, el ir y venir de las olas a tus pies. Háblame del mar, marinero, que, al menos en el recuerdo, los que tenemos el barco varado en este desabrido puerto podamos (menos mal que dice “podamos” y no “podemos”) navegar, cuando cerramos los ojos del cuerpo y abrimos la luz de la imaginación, dándole al alma de la memoria timón seguro y velas con las que gobernar vientos”.
Este Pedro Luis Almela (ya lo ven…) es un romántico recalcitrante, terne e incorregible, el último romántico quizá, centrado en esta etapa epigonal y postrera de su vida (aunque tiene una fortaleza psicofísica envidiable y no hay vendaval que lo derribe ni contratiempo que lo postre o arrodille), en el porvenir académico-profesional de su hija menor, la bella, inteligente y sensible dona Beatrice.
Y digo yo que para qué le voy a hablar yo de todo eso a Pedro Luis Almela, si ya se encarga él de hacerlo más que menos y mejor que bien, y a lo peor eso no le importa ni un pimiento a nadie, ni un carajillo a ninguno. No obstante, al final de este articulito de verano, te hablaré del mar, marinero en tierra, no te preocupes; te hablaré de él.
Y continúa: “Recuérdanos a los ciezanos que vivimos en el barbecho eterno casi de este secarral sin historia ni cuento, sea o no chino, qué gozo se paladea cuando te tiendes bajo el oasis de la sombrilla mientras ves, oyes, palpas, el ir y venir de las olas a tus pies. Háblame del mar, marinero, que, al menos en el recuerdo, los que tenemos el barco varado en este desabrido puerto podamos (menos mal que dice “podamos” y no “podemos”) navegar, cuando cerramos los ojos del cuerpo y abrimos la luz de la imaginación, dándole al alma de la memoria timón seguro y velas con las que gobernar vientos”.
Este Pedro Luis Almela (ya lo ven…) es un romántico recalcitrante, terne e incorregible, el último romántico quizá, centrado en esta etapa epigonal y postrera de su vida (aunque tiene una fortaleza psicofísica envidiable y no hay vendaval que lo derribe ni contratiempo que lo postre o arrodille), en el porvenir académico-profesional de su hija menor, la bella, inteligente y sensible dona Beatrice.
Y digo yo que para qué le voy a hablar yo de todo eso a Pedro Luis Almela, si ya se encarga él de hacerlo más que menos y mejor que bien, y a lo peor eso no le importa ni un pimiento a nadie, ni un carajillo a ninguno. No obstante, al final de este articulito de verano, te hablaré del mar, marinero en tierra, no te preocupes; te hablaré de él.
(Reproducción parcial de un artículo publicado en El Mirador)