sábado, 2 de julio de 2016
Time after time
Estuve a los pies del inicio de todo, allá donde nacimos como polvo de vida, y luego fuimos aire, fuego y más tarde agua, y contemplé tus pasos futuros en las orillas del no tiempo, y no había nadie arriba ni nadie abajo.
Empezamos a ver, a oir, a tocarnos antes de que tuviéramos ojos, oídos, manos, abrazos...Caí en un profundo sueño que duró eones y cuando desperté, una lluvia de estrellas hizo germinar la memoria, y me acordé de ti, de mí, e iniciamos de nuevo el camino de vuelta a casa una vez más...Han sido tantas....
jueves, 17 de marzo de 2016
Todos somos invisibles
El deseo de ser invisible, como el de volar o el de viajar en el tiempo, es algo inherente a todo ser humano y como tales, hemos cargado con él de generación en generación. Cuando deseamos el poder de la invisiblidad, lo primero en que hemos pensado es en su rostro más agradable con el ánimo de aprovecharnos de esa cualidad para robar (un banco, un beso, la intimidad ajena...), escapar de un peligro, o ayudar a alguien por algún motivo.
El cine y la literatura han ido más allá cuando se han apoyado en este primitivo deseo. Acabo de releer un cuento fantástico de Robert Silverberg (Para ver al hombre invisible) en donde los criminales no son castigados en términos concretos, como podría serlo la cárcel, sino que son exiliados de la sociedad de una forma inconcebible: la gente sencillamente se rehúsa a verlos, lo cual sume al delincuente en una perpetua soledad.
Ser invisible es también la posibilidad de acceder a la impunidad absoluta. Pero esa impunidad tiene un tenebroso reverso. No en vano Gollum se degrada más y más a medida que utiliza el Anillo Único; lo mismo que Frodo y todos aquellos que lentamente se hacen adictos a la invisibilidad; es decir, a la expresión sin culpa, remordimiento o castigo de su lado oscuro.
Hay otra invisiblidad que nadie o muy pocos desean; aquella que la edad impone con el correr de los años. Conforme vamos alcanzando altura en el calendario particular de cada uno/a, en este mundo donde el escaparate está montado desde la mañana hasta la noche, lo que no es "joven/way/moderno/in" no es que no interesa, es que literalmente "no se ve".
Suponiendo que la ancianidad, que la enfermedad, la muerte misma, son aspectos "feos" de esta decadente humanidad, pasamos por su lado sin que nuestra atención descanse lo más mínimo sobre esos estados de la vida. De tal manera ocurre esto, que ya hay encuestas, trabajos, estudios, que denuncian con los datos en la mano que la gente enferma y muere acuciados por su indeseable invisibilidad y su más inmediata consecuencia, la soledad. Morimos solos, como el Cristo que en estos días vamos a pasear por nuestras calles...
Pero ¿qué es lo visible y lo invisible? Lo visible, acotando su significado y para no cansarte demasiado, lector de mis entretelas, se resume en toda aquella superficie que refleja la luz... Pero el resultado de lo que refleja la oscuridad, el brillo de las sombras, es mucho más incierto.
Porque los demás pueden ver sólo una parte de nosotros mismos; la mejor parte, cuando somos lo suficientemente cuidadosos, pero nunca los recónditos laberintos del ser. En cierta forma, somos mucho más invisibles, todos/as, de lo que pensamos.
lunes, 1 de febrero de 2016
The ghost train (un testimonio de lo extraño)
La vida suele transcurrir entre rutinas y rutinas que parecen no tener fin, y de vez en cuando, lo extraordinario tiene lugar. Es entonces cuando debemos desplegar la alfombra roja bajo sus pies angélicos y darle el merecido homenaje, porque esa visita regia apenas sucede una o dos veces a lo largo de nuestras existencias. Y de eso quiero hablarte, desconocido lector.
Paso a compartir contigo la extraña experiencia que me comunicó alguien lejos de mi tierra. Te presento al sujeto en cuestión.
Su nombre es James Thorne, comisario jefe que fue hasta hace cuatro años de la policía en la pequeña localidad de Burns, perteneciente al condado de Harney en el estado de Oregón, Estados Unidos de América.
Conocí a James durante
mi corta estancia en Inglaterra el pasado mes de agosto de 2015; el encuentro
tuvo lugar en Liverpool, y fue nuestra mutua pasión por la obra y milagros de
The Beatles la que facilitó las cosas.
Acabábamos de salir
del Albert’s Dock, una suerte de museo sobre la vida y la obra de los cuatro
ilustres músicos de esa ciudad. La emoción se reflejaba en todos los rostros de
los visitantes, y el que más y el que menos canturreaba alguna que otra melodía
“beatle” como el que no quiere la cosa.
Tomé asiento junto a
mi hija Beatriz (otra forofa beatle) en un banco a las afueras del museo a la
espera de subir al autocar del Magical Mistery Tour, el cual nos transportaría
en el tiempo a lugares ya míticos de aquella ciudad mundialmente famosa gracias
a Paul, John, George y Ringo; los hogares donde nacieron y desarrollaron sus
primeros años, las escuelas a las que asistieron… Penny Lane, Strawberry
Fields….
Mientras Beatriz y
este que te escribe dábamos cuenta de sendos sándwiches y de unas latas de esos
refrescos azucarados que, al menos yo, tanto odio (no había cerveza en el
lugar), vino a sentarse a mi lado un hombre mayor, pelo entre cano y rubio,
ojos claros y de una estatura superior a la mía, aunque de eso yo no puedo
presumir precisamente; yo soy inconfundiblemente latino y aquel individuo era
inconfundiblemente de ascendencia nórdica.
A esto que suena mi
móvil. Era mi hijo desde Edimburgo, Escocia.
La conversación esta vez fue en castellano.
Cuando cerré la llamada, aquel hombretón se volvió hacia mí y me preguntó si yo era español. A partir de ese momento casi podría decir que los Beatles pasaron a segundo plano, allí mismo, junto al museo en donde se venera la vida y trabajos de los grandes popes de la música moderna y por ende nuestros más queridos y admirados ídolos.
La conversación esta vez fue en castellano.
Cuando cerré la llamada, aquel hombretón se volvió hacia mí y me preguntó si yo era español. A partir de ese momento casi podría decir que los Beatles pasaron a segundo plano, allí mismo, junto al museo en donde se venera la vida y trabajos de los grandes popes de la música moderna y por ende nuestros más queridos y admirados ídolos.
Nos presentamos. James
Thorne, me dijo que se llamaba; padre de dos hijos, John y Linda y casado felizmente
con Jennifer, una hermosa portorriqueña al decir de la foto que me enseñó, la
cual le metió entre pecho y espalda el “veneno” de nuestro bello idioma hasta
el punto de que desde hacía cuatro años, cuando se jubiló del oficio
policial, dedicaba gran parte de su
tiempo y esfuerzo al aprendizaje de la lengua de Cervantes con el ánimo de
poder hablarla algún día y visitar nuestro país.
James había venido solo a Inglaterra esta vez; a Liverpool, por el motivo que ya te cité anteriormente, y a ver a una pariente lejana que vivía en Manchester y cuya avanzada edad le hacía prever que tendría pocas oportunidades de volver a visitarla.
Y así hablando y hablando, unas veces en inglés y otras en español, (su castellano aún no es muy fluido), descubrí entonces que no sólo nos unía la música beatle, sino también los variados asuntos que rondan la zona oscura de los misterios de la vida, esos asuntos hueros de explicación racional pero como las meigas, existir, existen.
Quedamos en vernos
para cenar después del recorrido por el Liverpool beatle y así
ocurrió. Dos horas después y sentados los tres en un restaurante cercano al
puerto, dimos cuenta de unas sabrosas hamburguesas y de sendas pintas de lager;
mi hija se sirvió una botella de agua mineral.
Y de esta manera, comiendo y hablando amigablemente, la conversación fue derivando de los asuntos nostálgicos relacionados con la música, a los otros más etéreos y misteriosos que tanto son de mi gusto, debo decir. Y en un momento dado, surgió una extraordinaria confesión por parte de James.
Y de esta manera, comiendo y hablando amigablemente, la conversación fue derivando de los asuntos nostálgicos relacionados con la música, a los otros más etéreos y misteriosos que tanto son de mi gusto, debo decir. Y en un momento dado, surgió una extraordinaria confesión por parte de James.
-No
tengo certezas, Pedro Luis, sólo intuiciones- me dijo. Para serte franco, no tengo explicación alguna, ni creo
que la haya, acerca de lo que viví en aquellos días allá en mi ciudad en
América –continuó diciéndome.-Pero te
juro que es lo más extraño que me ha sucedido jamás; y mira que he visto de todo
en mi trabajo como policía… Es algo muy íntimo y que lleva congelado aquí
dentro demasiado tiempo– me dijo
señalándose el pecho – y que tengo unas enormes ganas de compartirlo con
alguien…Porque aparte de Jennifer, mi mujer, la cual por cierto apenas me creyó
cuando se lo relaté, nadie más sabe de ello- me confesó.
-Te voy a
hablar de un suceso que aconteció hace de esto ya 25 años, y su misteriosa e
increíble secuela hace apenas dos. Confío en que al menos tú sepas escucharme.
-Creo que sé
escuchar, amigo. Soy lo suficientemente escéptico como para no despreciar
cualquier testimonio, si éste tiene un mínimo de coherencia y verosimilitud.
Además – añadí- me encantan las
historias, las buenas historias; cuanto más raras, mejor.
Con aquella clara y
rotunda predisposición por mi parte a no abochornar a mi compañero de mesa y
música fuera lo que fuese lo que me iba a narrar, mientras esperábamos el café,
James se atrevió a poner en mi conocimiento los luctuosos sucesos ocurridos la
noche de Navidad de 1990 en Burns, su ciudad natal, en el estado de Oregón, y
su inexplicable conclusión tiempo después.
Estamos en la
noche del día de Navidad de 1990. La cena se preparaba con el ritmo y la alegría
de todos los años. Jennifer trasteaba por la cocina ayudada por mi cuñada
Laura, mujer de mi hermano Jack; su reciente matrimonio no había tenido tiempo
todavía de traer vida nueva a su hogar, aunque el abultado vientre de su esposa
auguraba un buen año 1991 con aquel retoño en ciernes, cuyo plazo para salir a
la luz se cumpliría en apenas dos meses.
Yo por mi parte, acompañaba a mis dos hijos, John y Linda, a terminar de vestir el abeto navideño que llenaba con luces, paquetes y colgantes brillantes uno de los rincones del salón; en el centro, la mesa presidía la reunión familiar y ya sólo esperábamos que el pavo cocinado por las dos mujeres hiciera acto de presencia en el salón familiar.
Yo por mi parte, acompañaba a mis dos hijos, John y Linda, a terminar de vestir el abeto navideño que llenaba con luces, paquetes y colgantes brillantes uno de los rincones del salón; en el centro, la mesa presidía la reunión familiar y ya sólo esperábamos que el pavo cocinado por las dos mujeres hiciera acto de presencia en el salón familiar.
-- ¿Qué sabes de Jack, Jamie? Debería estar ya
aquí…
-- No tardará mucho, querida. Ha
empezado a nevar de nuevo – le contesté a Jennifer, mientras manipulaba el
mando a distancia del televisor en busca de algún programa que fuese del agrado
de todos.
Había habido suerte. Aquella noche debería haber tenido
guardia en la comisaría del distrito. Era lo que me correspondía.
Cada mes de
enero se realizaba un sorteo para repartir los servicios en las dos noches más
especiales del año para un norteamericano, la de Navidad y la del Día de Acción
de Gracias, y a mí me había correspondido el turno en la de Navidad. Pero
gracias al trueque que hice con mi compañero Frank Stuart, podía estar esa
noche con los míos en casa celebrando esta fecha tan señalada.
El motivo de aquel cambio en el servicio fue la visita de la
madre de mi compañero desde la lejana localidad de Conway, Arkansas. Hacía más
de dos años que madre e hijo no se encontraban y creí justo acceder a su
petición, por lo que aquel último jueves del mes de noviembre pasado, el Día de
Acción de Gracias, fue Frank quien se
quedó en casa haciendo los honores a Mrs Evans, su viuda madre, y yo a cambio
gané la noche de Navidad. Eran hechos bastante habituales en el servicio, y
raro era el año que no ocurrían cosas así.
Por fin llegó Jack, cargado de regalos y de un buen vino que
pronto descorchamos sirviéndonos una copa acto seguido, mientras comentábamos
asuntos familiares y dábamos tiempo a que las mujeres acabaran de hacer visible
y comestible al pobre pavo, del que pronto daríamos cumplida cuenta.
Finalizado el gastronómico ritual cocinero, Jennifer y Laura
hicieron su entrada triunfal en el comedor, y a los sones de un villancico
depositaron al pobre animal -al cual ya sólo le restaba el trámite de ser
devorado- sobre la mesa; todos nos sentamos a ella, cuchillo y tenedor en
ristre. El pavo tenía una buenísima pinta…
La noche prometía alegría y paz, pero no fue así. Al poco de acomodarnos, sonó el teléfono desde el recibidor.
-- Voy yo, papá
-- -Deja, John, ya lo cojo yo – le
dije a mi hijo mayor mientras me levantaba de la mesa; no sé aún por qué, pero
desde el momento en que mis posaderas abandonaron el asiento, creció en mí con
fuerza inusitada una sombra de malestar. Algo va mal, me dije al tiempo de
levantar el auricular. Algo va mal….
Era Rick, el
comisario jefe, quien me habló desde el otro lado del aparato. Después de
desearme felices navidades, me conminaba a que acudiera cuanto antes a la
oficina. Se requería mi presencia allí. Su tono era sombrío, con un tinte de
indisimulada urgencia. Que fuese a la mayor prontitud posible; no dijo más.
Muy a mi pesar, abandoné el hogar y le comuniqué a Jennifer
y a los demás que no me esperaran; el asunto parecía complicado por el tono que
empleó el jefe Rick. El escaso tráfico me permitió llegar a la comisaría a
bordo de mi coche en apenas cinco minutos; además, había dejado de nevar.
Las caras que vi antes de abrir la puerta del despacho de
Rick no me hicieron presagiar nada bueno. Los agentes Malcom y Helen apartaron
de mí su mirada con demasiada prontitud.
Algo va mal…..
Nada más entrar, Rick se levantó de su asiento y dando la
vuelta a la mesa me estrechó la mano indicándome que me sentara. Su aspecto
denotaba bien a las claras que un gran contratiempo acababa de suceder.
-- Jamie, siento de veras el haberte estropeado
la noche, pero ha ocurrido algo muy grave- me dijo, apoyado en el borde de su mesa
-- Tú dirás…. –le conminé a que continuara
mientras tragaba saliva con dificultad. Luego, mirándome fijamente a los ojos, me soltó lo que tanto trabajo le estaba costando
decirme.
-- Frank Stuart ha tenido un grave accidente
mientras volvía de su ronda por la interestatal y por la información que me
acaban de pasar, no hay ninguna esperanza de que siga vivo….
Hacía una hora que la patrulla de Riley, localidad cercana a
Burns, se lo había encontrado, destrozado él y el coche que conducía, a la
altura de White Cannyon, en la interestatal 20. Inmediatamente Rick llamó a
Esther, la esposa del infortunado agente, para comunicarle la mala nueva.
-- Está ahí, en la sala de visitas. La acompaña
la doctora Sanders a la que también saqué de la cena de Navidad. Oye, lo siento
de veras, Jamie, pero creí que siendo tú tan amigo de Frank y de su mujer,
podrías ayudarme a manejar tan desagradable momento…
Las piernas me temblaban y la garganta se me había secado
por completo. Me dirigí al lugar en donde estaban Esther y la doctora. La
escena de dolor que contemplé me sobrecogió el alma aún más si cabe. Me acerqué
a Esther.
Estaba sentada en el sofá que allí teníamos y a su lado Jane
Sanders derramaba sobre ella todo su saber y su cariño, tratando de darle el
consuelo y la serenidad que tanto necesitan las víctimas en esos trágicos
momentos. A duras penas le dije a Esther, todavía incrédula de lo acontecido a
su esposo, que iría inmediatamente al lugar de los hechos a cerciorarme de
todo.
Le prometí regresar con prontitud. La doctora y yo tuvimos que hacer grandes esfuerzos para abortar su deseo de acompañarnos; un ligero desvanecimiento de la joven esposa nos ayudó a que por fin se quedara allí.
Le prometí regresar con prontitud. La doctora y yo tuvimos que hacer grandes esfuerzos para abortar su deseo de acompañarnos; un ligero desvanecimiento de la joven esposa nos ayudó a que por fin se quedara allí.
Acompañé a Rick a White Cannyon; en los veinte minutos que
tardamos en alcanzar el lugar del suceso, ni una sola palabra salió de nuestras
bocas. Recuerdo que había empezado a nevar de nuevo y me acordé de los míos; me
dolió el estar ausente del hogar en esa noche, y creo que fue entonces cuando
caí en la cuenta de que si no hubiésemos realizado el trueque en el servicio
unas semanas antes, podría haber sido yo quien hubiera muerto aquella noche.
Cuando llegamos nos estaban esperando los patrulleros de la
comisaría de Riley a pie de carretera. Saludamos al inspector Sam Denver y al
agente Loregan, los cuales nos llevaron a lo que quedaba del auto de Frank y de
su conductor. Con ayuda de las potentes luces de los vehículos, constatamos la
terrible magnitud del suceso.
Llegaron dos vehículos más, uno era una
ambulancia y otro que seguramente transportaba
al juez
del condado; mientras Rick coordinaba los esfuerzos de todo el personal yo me
dediqué a observar y tratar de sacar alguna conclusión de todo aquello.
Necesitaba pensar, poner manos a la obra y alejar los sentimientos, así que
anduve de aquí para allá con mi linterna haciéndome una composición de lugar,
tratando de averiguar cómo pudo haber ocurrido el terrible accidente que le
había costado la vida a Frank.
Toda la mitad delantera del coche del agente había sido
separada del resto del vehículo como empujada por una fuerza descomunal,
yaciendo los restos de máquina y hombre a unos quince metros a la derecha de la
calzada; algo lo había embestido por su izquierda con una potencia formidable,
haciendo que en aquel amasijo de hierro y carne apenas pudieran ser distinguidos
los restos del policía. Por el contrario, la parte trasera permanecía no lejos
de la cuneta; no intacta, que
digamos, pero no con el destrozo enorme que
lucía la sección delantera.
Qué extraño, pensé…
Rick se me acercó por fin.
--¿Has encontrado algo, Jamie?
--Vamos a mirar ahí delante. Tiene que
haber huellas del otro vehículo...- Rick me cortó tajantemente.
--Sam y
el agente ya han mirado y no hay nada.
-- ¿Cómo que nada? ¿No hay trazas de ruedas?
A Frank lo embistieron por su izquierda, Rick, eso parece bastante claro. Vamos
a mirar nosotros.
--Como quieras, Jamie, pero me han
asegurado que no, que no hay ningún rastro del otro vehículo
--Pero la nieve... ¡Rick, tienen que haber dejado algún rastro! Según
creo ha estado nevando todo el día...
Por extraño que me pareciese, efectivamente en la calzada
cubierta por una fina capa de nieve no se apreciaban más trazadas de ruedas que
las que nosotros habíamos dejado al llegar.
Semanas después se le dio carpetazo al asunto. Ni los
controles exhaustivos de carreteras, ni la búsqueda campo a través, nada nos
mostró el más mínimo signo de racionalidad que pudiese arrojar algo de luz sobre
el trágico accidente de mi amigo. Por otro lado,
no habían quedado restos de pintura o cualquier otro vestigio que nos ayudase a
identificar al otro coche, o camión, o lo que fuese que arrancara la vida a mi
amigo de manera tan brutal. Nada.
Por lo demás, White Cannyon era un desfiladero atravesado por la carretera en donde ocurrió el suceso, y a ambos lados de ella sólo se podía divisar una densa maraña de abetos y arbustos que ninguna máquina hubiese podido atravesar sin dejar un claro rastro.
Por lo demás, White Cannyon era un desfiladero atravesado por la carretera en donde ocurrió el suceso, y a ambos lados de ella sólo se podía divisar una densa maraña de abetos y arbustos que ninguna máquina hubiese podido atravesar sin dejar un claro rastro.
Pasaron los meses, los años, y qué duda cabe que el tiempo
es el mejor -a veces el único- bálsamo para ciertas heridas. Yo soy persona
bastante racional, escéptica en muchas cosas, por lo que a aquella terrible
coincidencia de haber sido Frank y no yo, no traté de encontrarle explicación
alguna y también le di carpetazo.
El caos en el que estamos sumidos y que llamamos vida, carece de todo sentido y propósito; a menos que se lo demos nosotros, claro, y en ese caso suelo ser muy positivo.
El caos en el que estamos sumidos y que llamamos vida, carece de todo sentido y propósito; a menos que se lo demos nosotros, claro, y en ese caso suelo ser muy positivo.
Esther fue lamiéndose sus heridas y ya se la veía sonreír de
vez en cuando; era una joven inteligente y bonita. Si no quedaba atrapada por
los sucesos de aquella noche, su futuro podría de nuevo volver a brotar con
fuerza; y así fue tal como puedo atestiguar al día de hoy 25 años después.
Pero la historia, en lo que a mí concierne, no concluyó en aquella Navidad...
Hace dos años, te hablo de 2013, cercana ya la fecha del Día
de Acción de Gracias, mi hijo John encontró un curioso documento en las
oficinas del ayuntamiento de Burns.
John, a la sazón el arquitecto municipal de nuestra
localidad, me llamó la atención sobre ciertos terrenos próximos a White Cannyon
en los que el Gobernador del Estado quería resucitar el ferrocarril que
atravesaba el bosque muchos años atrás en el calendario; ferrocarril que a
finales de los años setenta fue cerrado por su escasa rentabilidad.
Qué curioso, me dije. En todos estos años no había caído en
ello, en la existencia de un ferrocarril que cruzara aquellos apartados parajes. Me cercioré de la autenticidad de aquella
información y efectivamente así era.
Unos días después, John me volvió a hablar de aquel proyecto, y con el plano del condado en la pantalla de su ordenador me señaló el sitio exacto por el que los trenes antaño atravesaban el bosque; había por aquel entonces incluso un paso a nivel que cortaba la interestatal, justo en el sitio del fatal accidente en el que Frank Stuart perdió la vida...
Unos días después, John me volvió a hablar de aquel proyecto, y con el plano del condado en la pantalla de su ordenador me señaló el sitio exacto por el que los trenes antaño atravesaban el bosque; había por aquel entonces incluso un paso a nivel que cortaba la interestatal, justo en el sitio del fatal accidente en el que Frank Stuart perdió la vida...
Un día de ese mismo mes de noviembre, después de la siesta a
la que estoy acostumbrado después del almuerzo y empujado por mi curiosidad,
cogí el coche y en una lenta rodadura me acerqué al lugar exacto. Cuando
minutos más tarde llegué allí, paré el coche y me bajé a inspeccionar el lugar.
No había restos del antiguo carril del tren que saliendo del
bosque cruzaba la ruta, posiblemente porque a la carretera se le puso un nuevo
asfaltado; tampoco quedaba nada que me indicara la existencia del paso a nivel.
En las investigaciones llevadas a cabo por la policía del condado y por la federal con ocasión del fatal accidente que sufrió Frank Stuart, nada se decía de aquel trayecto ferroviario. No había rastro alguno, como pude verificar aquella tarde, de los raíles que cruzaban la interestatal 20 años atrás.
En las investigaciones llevadas a cabo por la policía del condado y por la federal con ocasión del fatal accidente que sufrió Frank Stuart, nada se decía de aquel trayecto ferroviario. No había rastro alguno, como pude verificar aquella tarde, de los raíles que cruzaban la interestatal 20 años atrás.
Mi imaginación se disparó por momentos y hasta noté un sudor
frío recorriendo mi espalda. En mi mente se plasmó durante unos segundos el
brutal choque de un tren en marcha con un vehículo; lo había visto en
películas, y una vez tuve la desdichada oportunidad de contemplar sus efectos
en vivo y en directo en un paso a nivel cerca de Hines, ciudad cercana a Burns.
“Pero allí, en Hines, había tren. Aquí no” me dije para
apagar aquel pequeño incendio del horror que se había disparado dentro de mí.
La noche me sorprendió en aquellos indeseados parajes
mentales y la espesura del bosque me atemorizó, cosa bastante extraña en mí. Pocas
cosas me asustan, en realidad; tal vez por eso me hice policía.
El caso es que en aquella atardecida, parado en el arcén de la ruta y comprobando la inexistencia de los misteriosos raíles de la antigua vía del tren, no se oía ni un ruido a excepción de los latidos de mi corazón. En medio de la más absoluta soledad, un silencio anormal, pastoso, denso, parecía impregnarlo todo.
El caso es que en aquella atardecida, parado en el arcén de la ruta y comprobando la inexistencia de los misteriosos raíles de la antigua vía del tren, no se oía ni un ruido a excepción de los latidos de mi corazón. En medio de la más absoluta soledad, un silencio anormal, pastoso, denso, parecía impregnarlo todo.
Me volví al coche algo escamado, y con aquella inquietud creciente
cuyo motivo desconocía me dispuse a dar la vuelta en un cambio de sentido que
había a unos cinco kms. más allá desde donde me encontraba. Una voz en mi
interior me estaba avisando de que algo, no sé exactamente qué, iba mal…
Mientras recorría el corto trayecto hasta la rotonda, noté
que el miedo me iba asaltando en oleadas. No me crucé con nadie, cosa bastante
inusual en aquella ruta y a aquella hora, en la que muchos conductores vuelven
a sus hogares desde sus lugares de trabajo.
Desafiando los mazazos de mi propio corazón, detuve el coche en un par de ocasiones; en una de ellas hasta me bajé con la intención de relajarme un poco poniendo algo de racionalidad en mi mente, pero la oscuridad creciente de la hora abrevió al máximo aquellas paradas.
En aquel instante me arrepentí de haber dejado de fumar
hacía casi un año; porque un cigarrillo me calmaría un tanto, pensé
desacertadamente. Sin embargo me engañaba, ya que si dejé de fumar fue, entre
otros motivos, porque el tabaco me
alteraba los nervios y me impedía vivir relajadamente y hasta dormir.
Notablemente alterado aceleré la marcha y seguí conduciendo, rogando en lo más profundo de mi ser que me encontrase con alguien más en la carretera que rompiese aquella agobiante soledad de alguna forma.
Notablemente alterado aceleré la marcha y seguí conduciendo, rogando en lo más profundo de mi ser que me encontrase con alguien más en la carretera que rompiese aquella agobiante soledad de alguna forma.
Recuerdo haber entrevisto una luz a mi izquierda por entre
los árboles del bosque. La luna, me dije.
Soy hombre curtido y bastante
ecuánime en mis reacciones; he visto casi de todo y como policía he pasado por
momentos sobrecogedores a los que he sabido hacerles frente. Pero aquella noche
todo era distinto; el hecho de notar el sudor en mis manos mientras agarraba
con violencia el volante del coche, hizo que se me encendieran todas las luces
de alarma.
Porque era la luna, no cabía duda; o no debería haberla….Pero
el astro nocturno aumentaba de tamaño a cada segundo y no levantaba su vuelo
hacia el cenit de la noche como era su natural devenir por el cielo. “Además,
es demasiado brillante”, pensé.
“No, no es la luna. Debe ser un avión. Pero ¿por qué vuela
tan bajo?” me dije a mí mismo con el ánimo de tranquilizarme. Aminoré la marcha
y sacando la cabeza todo lo que pude por la ventana, puse la máxima atención en
captar algún tipo de sonido. Pero la ausencia de ruido alguno parecía destrozar
mi argumento. No, aquello tampoco era un avión. Entonces fue cuando presentí
que algo, realmente, iba mal, muy mal…
Volví a acelerar, ya con el temor bulléndome por todo el
cuerpo. La luz y el coche iban en claro rumbo de colisión. Si no quería tener
un disgusto muy serio, lo mejor era correr a la máxima velocidad posible e
intentar pasar por el punto de intersección de la carretera y por donde suponía
la luz la atravesaría, antes de que ella lo hiciera.
Y dicho y hecho. Puse los ojos con la máxima atención sobre
la calzada y con la espalda despegada del respaldo del asiento, hundí mi pie
derecho sobre el pedal del acelerador. Sin embargo, parecía no avanzar con la
suficiente rapidez.
El auto iba perdiendo fuerza a pesar de mis denodados esfuerzos por darle velocidad. Y aquel foco estaba cerca ya, muy cerca de la carretera, a mi izquierda, en vuelo rasante sobre los pinos y a través de las copas más altas del arbolado.
El auto iba perdiendo fuerza a pesar de mis denodados esfuerzos por darle velocidad. Y aquel foco estaba cerca ya, muy cerca de la carretera, a mi izquierda, en vuelo rasante sobre los pinos y a través de las copas más altas del arbolado.
Era una luz blanquísima con destellos verdeazulados y que no
molestaba a mis ojos a pesar de su clara potencia, porque mientras avanzaba
hacia mí todo quedaba fuertemente iluminado. Me sentí estremecer.
Jamás había visto cosa igual en toda mi existencia; era como un foco enorme que volaba en silencio a una altura imposible, si es que se trataba de un artefacto humano.
Jamás había visto cosa igual en toda mi existencia; era como un foco enorme que volaba en silencio a una altura imposible, si es que se trataba de un artefacto humano.
Quise subir la ventana de mi lado, pero el mando en cuestión
no respondía. Tenía la nuca rígida y el sudor que se desprendía de mi frente rebasó
las cejas y me nubló la mirada por momentos, pero tan férreamente tenía
agarrado el volante que ni me molesté en limpiar el copioso sudor que bañaba mi
frente con una mano; en realidad no podía soltarlo.
Una y otra vez, mi pie derecho se hundía sobre el pedal del
acelerador, pero el vehículo no respondía a mi angustiado requerimiento. Finalmente
decidí frenar. Aún no sé cómo ni por qué lo hice, o qué mecanismo de mi cuerpo
todavía en disposición de obedecer a mi obnubilada razón lo hizo por mí.
Quise cerrar los ojos, apartar la mirada, no ver lo que se
me echaba encima y que de seguro me haría trizas, a mí y al vehículo. “Dios mío
–pensé- si eso sigue así nos estrellaremos”. El rostro de mi compañero Frank
cruzó raudo por mi mente; diría que casi lo vi.
Vi cómo quedó su cuerpo, destrozado por completo por no sabemos qué máquina monstruosa con la que se cruzó aquella desdichada noche de Navidad; reviví lo ocurrido en Hines…
Vi cómo quedó su cuerpo, destrozado por completo por no sabemos qué máquina monstruosa con la que se cruzó aquella desdichada noche de Navidad; reviví lo ocurrido en Hines…
La luz llegó a llenarlo todo hasta hacerme creer que estaba metido
dentro de ella; todo lo demás desapareció a mi alrededor; no tardó en
alcanzarme.
Entonces abrí los ojos a pesar del terror en el que estaba
sumido y la vi, la vi pasar justo por delante de mí, a unos tres metros sobre
el suelo, en total silencio, a no muy excesiva velocidad y a apenas una
veintena de pasos desde donde yo me encontraba.
Detrás de ella, o pegado a ella -no lo pude discernir bien- un
tren de vapor de los antiguos, negro como la noche más oscura y de proporciones
descomunales, avanzaba en medio del silencio más sobrecogedor atravesando la
noche y expulsando por su chimenea – supongo que eso era; tampoco pude ver bien
ese detalle- un blanco y densísimo penacho de humo.
A continuación, vi desfilar por delante de mis aterrorizados
ojos varios vagones, tres, quizá cuatro, con las ventanas débilmente iluminadas;
a pesar de ello, en cada una de ellas pude apreciar el perfil en sombra de
algunos rostros de diversos tamaños; los había de hombres, de mujeres, de
niños.
Todo aquello aconteció en el más absoluto de los silencios;
porque aquel tren o lo que fuere, del silencio vino y al silencio marchó
desapareciendo por mi derecha, engullido por la noche y por el bosque que
calladamente me escoltaba a ambos lados de la carretera.
¿Fueron veinte, treinta segundos tal vez lo que duró aquel
siniestro espectáculo? No puedo asegurar nada. Lo que sí sé es que tuvo que
trascurrir más de media hora para que fuese consciente de mi situación, allí
parado y varado en la más completa confusión mental, con el coche apagado,
en medio de la carretera, chorreante de
sudor y todavía agarrado con tal fuerza al volante que cuando finalmente pude
soltarlo, sentí las manos intensamente doloridas.
Todo ocurrió justo
allí, en el mismo sitio en donde mi
colega, el agente Frank Stuart, perdió la vida.
Desperté del todo de aquel shock cuando oí que alguien gritaba
mi nombre a mi izquierda. Un ciudadano de Burns cuya identidad no estoy
autorizado a revelar y que al parecer me reconoció, había detenido su coche y
me preguntaba a través de la ventana abierta del mío si necesitaba ayuda.
Llegué a casa bastante tarde aquella noche, no sin antes haber
pasado por el bar de Jerry, donde me eché al coleto un güisqui doble en
compañía de mi casual samaritano; a pesar de ello, cuando por fin regresé al
hogar, sembré la inquietud en mi familia; lo leí en sus caras, en sus
palabras…Debía tener un aspecto fantasmal, supongo.
Me fui directamente a la cama sin dar apenas explicaciones y
creo que dormí profundamente, gracias a dos somníferos que me tragué por
indicación de mi esposa. Al día siguiente le conté a Jennifer lo sucedido, la
cual me aconsejó vivamente que no se lo dijera a nadie más; y así lo he hecho
hasta hoy.
Hasta aquí el extraordinario testimonio de James B. Thorne, policía retirado y residente
en Burns, condado de Harney, estado americano de Oregón, aficionado a la música
beatle y desde la noche de Navidad de hace muchos años, deseoso de encontrar
una explicación a estas extrañas cosas y casos que a él, a mí y a tantas y
tantas personas anónimas de cualquier parte del planeta, gustan e interesan.
Un hombre que el destino me presentó un buen día de verano en tierras inglesas, mientras aprobábamos ambos una asignatura pendiente desde que en nuestra ya lejana juventud, cuatro chicos de Liverpool nos sorprendieron -y al mundo entero- con el genio musical que a nuestra generación marcó de manera indeleble.
Un hombre que el destino me presentó un buen día de verano en tierras inglesas, mientras aprobábamos ambos una asignatura pendiente desde que en nuestra ya lejana juventud, cuatro chicos de Liverpool nos sorprendieron -y al mundo entero- con el genio musical que a nuestra generación marcó de manera indeleble.
(En Cieza, Murcia. Enero 2016)
jueves, 28 de enero de 2016
Y no me veías
y vi la pasión que en mí ardía
en el espejo de tu sueño,
y hasta me creí de tu mirada dueño.
Luego despertaste, abriste los ojos,
me nombraste, pero no me veías.
miércoles, 27 de enero de 2016
Otoño tardío
Me gustan esos días, en los que el cielo
viste a la tierra de silenciosa melancolía.
Penetro en arcanas capillas apenas iluminadas
y me siento en uno de sus ancianos bancos.
La soledad del momento llena de cierta eternidad
el lugar, mientras la lluvia habla tras el cristal
de cercanas y tactiles epifanías.
viste a la tierra de silenciosa melancolía.
Penetro en arcanas capillas apenas iluminadas
y me siento en uno de sus ancianos bancos.
La soledad del momento llena de cierta eternidad
el lugar, mientras la lluvia habla tras el cristal
de cercanas y tactiles epifanías.
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