Los libros, esas repúblicas de la Palabra que hablan desde el silencio de tus estanterías, espejos del tiempo ya ido, brazos que tantas veces me han abrazado, manos a las que me he asido cuando el vértigo de la vida parecía abocarme irremediablemente al abismo de la pena...
Los libros, esos maestros que tanto me han enseñado, que tanto me han ayudado a desaprender y desprenderme todo aquello que por inútil cargaba mis espaldas de sapiencia vana y cuentos chinos contados por chinos, a los que yo jamás invité a entrar en mis alcobas más íntimas...
Los libros, esos seres tan queridos que en sus almas de papel atesoran para mí algunas de las experiencias más maravillosas de esta fútil vida, tan engañosa, tan inane a veces, tan dictadora de mi destino...
Los libros, refugio cálido penetrado por mis dedos, mis ojos...por mi olfato...Los libros, esa forma casi gratuita de viajar en el tiempo, de escuchar de nuevo voces arcanas, de regocijarte de nuevo con sus historias, con su sapiencia, de emocionarte, de enamorarte, de morir y de nacer una y mil veces...de vencer a la muerte...
Los libros, yo los leo y ellos me leen a mí, yo les doy vida y ellos me la devuelven caleidoscópica, multiplicada, intacta. Abre un libro hoy y date un homenaje por ser quien eres, un libro con renglones magistralmente torcidos lleno de tachaduras y borrones, y que algún día le darán testamento y testimonio aquellos que en su memoria - ¡qué frágil es la dama!- te sigan en este baile universal llamado Vida.
Abre un libro siquiera, porque -y sin que deba servir de precedente o corras con ello el riesgo de generar enfermiza afección- ¡qué carajo, un día es un día!