Te recuerdo,
mujer,
la noche
perdida en los umbrales del sueño.
Mi amor
tejía las hebras estrelladas
del cristal
del cielo
repleto de
diamantes desbocados,
latiendo
melodiosamente,
irradiando
plenitud en su idioma blanco,
en su verbo
negro.
El secreto
posesivo del deseo,
enervado y
terco,
conformó la
nieve de tu cuerpo
dándole al
tiempo su estatura,
dejándolo en
su cenit encadenado.
Esta dicha
hueca
del invierno
absoluto de tu ausencia
trae
recuerdos a mis soledades,
coronadas
por la lentitud sonora
de un otoño
de oro y agua,
con raíces
de flores que crecen
hasta gastar
la piedra que las hospeda.
Y aquella
noche que brilló
en las uvas
de tus pechos,
no quiero
que se convierta
en la lenta
agonía de lo irrecuperable.
En la
profundidad de tu amor
el mar de tu
angustia derramó
su torre de
escalofríos
dejando
sola,
sin una voz
siquiera,
la suave
distancia del silencio.
Y tu
recuerdo crece en mí,
mujer de
espuma y viento,
hasta que fuiste el velamen de mi barco
y navegaste conmigo por este mar
de luces y
espinas
en cuyo
monasterio de sal y noche
arrullamos
al río que nace,
al río que
muere,
crepitando
yo en la hoguera azul de tu océano,
copa de mi
palabra,
itinerario
de mis sueños.