Podríamos perdernos en vaguedades y tecnicismos buscando la definición estricta de lo que es el Arte. Un academicista quizá nos dijera que el Arte es la expresión de lo que de bello tiene la realidad, y tendría razón. Un creyente heterodoxo tal vez nos confesaría que el Arte es la mirada de Dios sobre el mundo, y por lo tanto el mismo Dios contemplándose a sí en cuanto expresión viva -animada o no- de su propio pensamiento. ..
Si yo me atreviese a presentar mi propia visión sobre el asunto, añadiría a todo ello diciendo que el Arte es la casa del Deseo, porque tiene la magia suficiente como para que nuestras ansias más recónditas se cumplan; o al menos se aplaquen, cobrando vida en los escenarios de la imaginación, en donde podemos ser testigos inafectados y al mismo tiempo hacedores de todo aquello que los dioses tantas veces nos niegan, unos dicen que por azar, otros moralizan la causa dolosa acudiendo a la necesidad.
El Arte es el escape perfecto para pasar del Desear al Querer, sin que hagamos mayor gasto en ello. Digo esto porque yo pienso que se puede hacer una clara distinción entre el Desear y el Querer.
El Deseo está dentro de nosotros como motor de vida, esperando que algo lo mueva hacia afuera, que lo incite y lo invite a apoderarse de ese trozo de ajeneidad que se nos presenta. Vivir es desear todo el tiempo, ser influidos por el mundo y volcarnos sobre él con el ánimo de apoderárnoslo, hacerlo nuestro y construirlo a nuestra imagen y semejanza si es posible. Nace pues el Deseo primero, y luego la Querencia. Pero para "querer" no sólo hay que poner en marcha a la voluntad, sino que también tiene que establecerse de algún modo un contacto material con el ser deseado.
En el Querer hay necesariamente un movimiento centrífugo del yo a la "realidad" próxima o lejana, y como consecuencia influimos sobre ella y, querámoslo o no, la transformamos.
Sin embargo yo puedo desear a una mujer, pongamos por caso, soñar con ella despierto, poemizarla, esculpirla, filmarla, pintarla o musicarla, y no acercarme a ella en absoluto.
Y eso es así porque en última instancia, reconozcámoslo o no, no la quiero "tal como es"; puede que haya una voluntad insuficiente, un miedo al contacto o una imposibilidad de cualquier clase; la consecuencia es que de tal "impureza" mi deseo nace solo. Renuncio en cierto modo a apropiarme y dejarme que me posea el objeto de mi deseo, y por tanto me enamoro del deseo porque sé que es parte de mí mismo. Todo queda en mí, es un movimiento centrípeto, no hay transformación aparente del objeto deseado; en todo caso es el observador el que sufre el cambio, si es capaz de narrar por cualquiera de los medios de que el Arte dispone la subjetividad sentida ante la visión externa del objeto que despertó su deseo. ..
Mi padre fue un hombre bueno, en el más extenso sentido del término “bueno”. Como persona que vivió junto a mí tantos años, no era un ser perfecto porque la palabra perfección fue desterrada por la mente humana hace milenios, cuando puso a la Ley por encima del Hombre y al Hombre al servicio de la Ley. Pero no hay Ley en un hijo cuando juzga a sus padres, o al menos así debería ser, y la revista literaria La Sierpe y el Laúd me dio generosamente la oportunidad de demostrarlo cuando me publicó un relato sobre él.
Gracias a la revista literaria ciezana, murciana, y casi universal ya a la que pertenecí algunos años, la percepción que tenía sobre la persona de mi progenitor creció en cariño y en belleza; no me dijo jamás lo que pensó cuando leyó mi relato, sin embargo la visión que yo tenía sobre él sufrió algún cambio. Desde entonces hasta que nos despedimos a las orillas de la muerte, lo sentí más dentro, más cercano, más “mío”. Interioricé su existencia, parte importantísima de mi vida, y a través de la palabra pude acercarme a su identidad todavía más de lo que lo había hecho en todos los años anteriores.
Por lo tanto, no quiero decir con todo esto que el artista prescinde del mundo, ni mucho menos. El verdadero artista se mueve con el mundo, le sacude la materialidad que lo ahoga, en cierto modo se apropia de él, lo sublima y le devuelve la dignidad que el sufrimiento le ha robado. El escritor -más cercano a mi vocación que cualquier otra rama del Arte- no intenta en principio cambiar nada ni a nadie; pero de su palabra, la emoción más irracional o el sentimiento sin dueño que tantas veces nace del corazón humano, cobran identidad, se hacen universales y adquieren la paternidad deseada que la animalidad le sustrajo en el mismo momento de nacer.
Es entonces cuando surge el Arte, el velo de belleza que cubre mi deseo, que me desvela por completo o a esa parte de mí que soy incapaz de ver si no es a través de ese poderoso atractor que nace, vive y respira dentro y fuera de mí. En el fondo se trata de un juego en donde el buscador, a través de la palabra si es el caso del escritor, intenta encontrarse a sí mismo; cuando la imagen en el poema, o en la novela o cuento esté bien enfocada, la búsqueda habrá acabado porque el buscador es en última instancia lo buscado y quizá sea ese el postrer propósito del Arte.
El mito de Narciso se remueve entonces en las aguas oscuras de la vida para redescubrir que el sentido de lo bello está dentro del alma humana y que la belleza que arroba, que cautiva al alma es, en definitiva, el propio Artista, el cual "se cosifica", se instrumentaliza para existir sólo para y por la imagen que ha captado fugazmente en el estanque de la vida, su propia imagen, la imagen del Dios hecho palabra y tiempo.