lunes, 7 de mayo de 2012

La media naranja


Dicen los que saben, que la determinación sexual de los seres humanos ocurre en el útero materno a las cuatro semanas de gestación. Hasta ese momento, todo es caos; no hay luz, ni tierra, ni mares, ni noche ni día; la creación sin empezar, y Dios todavía en la cama perfilando el acabado de su divino sueño. Pero es entonces a partir de esa cuarta semana cuando "los unos" nos constituimos en XY, cromosomáticamente hablando, y "las otras" se visten de XX para la escena inaugural del Drama Universal.
De todo ello se puede deducir a mis cortas entendederas sobre el asunto, que durante cuatro semanas estamos en la inopia, sexualmente hablando; somos "machohembras" con potencialidades todavía sin descubrir, aunque no me han dicho nada los escritos de San Google sobre " el tercer sexo" y por tanto no entraré en ello por ahora.
Desde siempre, poéticamente hablando, se ha dicho que el hombre se pone a buscar a su "media naranja" nada más asomarle los primeros pelos por el sobaquillo y entre las ingles, más un coro de gránulos por el rostro que predicen su primer afeitado. Sin embargo, pienso yo, la feliz conclusión a esta búsqueda se me antoja harto difícil, porque en la mayoría de los casos y dándole al tiempo su reposo y espacio, los peludos sapiens (de las hembras prefiero no hablar por falta de experiencia propia) llegamos todo lo más a una buena aproximación de aquello que teníamos in mente de forma inconsciente cuando comenzamos la cacería sexual, biológicamente hablando, claro.

Tarde o temprano, los varones nos acomodamos -unos mejor que otros- a una de las múltiples imágenes del avatar de "la diosa" que se nos puso como meta en el génesis de nuestra historia sexual. Ellas, sexo puro y sin mezclas -dicen los que entienden; uno se ajusta al guión de su ignorancia- hacen como que admiten la unión y ambos juramos ante altares sociales o/y religiosos fidelidad y respeto a nuestra decisión. Empieza la vida en pareja, bendecida o no por sacerdotes -religiosos o civiles- y muchos hasta nos atrevemos a formar una familia y proteger a la prole que de ella salga; cosa cada día más cara, por cierto, más costosa en esfuerzos y menos considerada y  protegida por el resto de la tribu....Ya veremos en qué y cómo termina esa historia...

De todo lo expuesto hasta aquí, se diría que el varón da por concluida su búsqueda y la mujer como que también, nada más acabar de ser bendecidos por el maestro de ceremonias. No obstante y basándome en mis propias vivencias, la cosa no queda finiquitada a pesar de todo el trajín de los primeros años en los que la pareja se vuelca en asuntos tan domésticos como hacer hogar, multiplicarse y dar de comer a un número indeterminado de bocas que parecen nunca pierden el hambre y las ganas de quejarse y pedir más y más; es el periodo fértil, biológicamente hablando...
 Porque llega un buen día en que el varón -la mujer como que también, pero no tengo pruebas- ve por la calle, en el trabajo, en una película, otros rostros de la diosa, otros avatares en los que encuentra con gusto o disgusto pero sin posibilidad de equivocarse (el corazón nunca engaña) otros rasgos, esa mirada, o esa sonrisa, ese decir cálido, esa forma de andar, de mover el esqueleto, que sin ser parte de recuerdo alguno sin embargo le retrotraen a un pasado ignoto que yace en lo más oscuro del arcón de su memoria genética.

Es este el momento en el que la infidelidad crece como la cizaña sin haberla sembrado a nivel consciente; uno se siente inclinado a romper uniones sagradas y juradas ante notarios de la cosa, y en público o en privado nos lanzamos de nuevo a la aventura de conquistar el verdadero rostro que la esfinge esconde detrás de la melancolía, de esa extraña añoranza sin objeto que a unos les conduce a escribir versos híper románticos y a otros a un nuevo matrimonio o como demonios se llame ahora.
Por cierto, ambos procedimientos usados a la vez -el verso y la coyunda- como sucedáneos de felicidad casan mal, aunque compensan y equilibran los sentidos y hasta el alma.

Para mí, escritor de versos entre otras cosas en mi ahora dilatadísimo tiempo libre, ambas actividades no son jamás concluyentes ni soluciones definitivas al drama. El que vuelve a las andadas y se compromete con otra mujer, en la mayoría de los casos no tardará en incurrir en el mismo error; otro buen día -jamás es malo si nos levanta del sillón de la pereza mental- paseando su nostalgia o su picazón emocional por cualquier lugar descubrirá otra forma de mirar, de hablar, de sonreír que se le había pasado por alto cuando inició su segunda aventura sexual, o tercera, o vaya usted a saber cuál de ellas -los hay lanzados, oiga- y una de dos, o recomienza la búsqueda de otro nuevo avatar o vuelve a los versos; socialmente hablando, dos ruinas, aunque a la hacienda pública le interese más la primera que la segunda, claro.

¿Dónde está por lo tanto el verdadero rostro de la mujer que buscamos? ¿Existe acaso? ¿Es sólo cuestión de buena o mala suerte el hecho de dar con él? Retomo el comienzo de este escrito y hallo alguna respuesta allí.
Durante cuatro semanas, Adán y Eva, todos nosotros, estábamos completos; éramos la naranja perfecta, oronda y redonda, sin mitades. Un sólo corazón, un mismo y unísono latir haciendo surf en el océano de la felicidad maternal; en definitiva, habitantes del único paraíso reconocible como luego la vida nos demostrará fehacientemente...
Hasta que un buen día -esta vez la falacia se esconde sin duda en el lenguaje correcto- un gen que se paseaba por dicho paraíso tentó al cromosoma X (femenino) y le dijo: ¿De veras que no te apetecería una buena manzanita tipo X? Serás como Dios y te sentirás completa, pura, sin mezcla alguna ni impureza....Y dicen que nuestra Eva, alargó el brazo del deseo y cayó en la sutil trampa dejándonos a los varones a mitad de la nada y divididos en un sí es no es, que a veces parece cosa de chanza y broma de mal gusto.
De esta manera, lo que era "carne de mi carne y sangre de mi sangre", bíblicamente hablando, quedó partido en dos mitades y ahí empezó la amarga desventura de nuestra separación, cargando además con la maldición de que jamás ambos sexos volveríamos a estar tan unidos como lo estábamos justo antes de que un buen día (otro más...), al final de la cuarta semana de estancia en el Edén, apareciera el gen maldito y nos expulsara del gozo y de la alegría de mirarla a ella, o sea, de mirarnos a nosotros mismos y reconocernos como un uno indivisible feliz y eterno en su gozo de ser naranja entera, filosóficamente hablando, claro...

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